sábado, 7 de marzo de 2009

Alma, de Bel Francés - II (Original 8-09-2008)

FINAL -- VERSIÓN II


El carruaje se detuvo justo cuando desde el cielo comenzaba a gotear.

Alma esperó a que el chófer abriera la portezuela para poner un pie sobre el barro que se estaba licuando junto a la rueda. Por primera vez en mucho tiempo, no le importó que se ensuciaran los bajos de su vestido, y este hecho colocó una sonrisa tonta en sus labios.

La casa de Bertrand estaba cerrada a cal y canto. Por un segundo, temió que él ya no estuviera allí y sus ojos esperanzados se oscurecieron con el color de la tarde plomiza. Desde el interior del carruaje le llegó un ligero quejido. Era su hijo. Fue ese sonido el que le dio fuerzas para acercarse a la puerta y golpear el aldabón con fuerza.

Nada.

Dio otro par de golpes mientras sentía tensarse los músculos de su espina dorsal.

No hubo respuesta.

Con el corazón palpitante de angustia y las lágrimas escociéndole detrás de los párpados, dio media vuelta y se dispuso a subir de nuevo al vehículo.

Lo había perdido. Esta vez no iba a haber ningún dios que se apiadara de ella porque ya era demasiado tarde.

Corrió los últimos metros hasta la portezuela, que todavía permanecía abierta, buscando el consuelo entre los finos y tersos rizos del niño. Un rayo relampagueó en lo alto e iluminó el pequeño bosquecillo que quedaba frente a la fachada, dejando entrever también una silueta grande y de anchos hombros que se acercaba con la cabeza gacha y arrastrando el paso entre los árboles.

Las lágrimas que Alma había estado tratando de contener se desbordaron en un instante como un dique que se rompe cuando su uso ya no es necesario. Aferró el manillar con ambas manos sin atreverse a dar un paso hacia adelante, consciente del aspecto ridículo con que se veía ahora mismo y sin saber qué decir.

Ya no servían los discursos, ni las palabras bellas ni promesas de contrición o gestos de arrepentimiento. Todo carecía de valor mientras la silueta seguía deslizándose entre el paisaje, ajeno al bullicio que desencadenada en la cabeza de la mujer.

-Bertrand…

El murmullo, que más que una voz humana parecía un silbido del viento, cogió a Bertrand por sorpresa. Alzó la vista y las emociones se arremolinaron en su interior pugnando por salir.

-Alma…

Cada pensamiento de odio y autodestrucción de los últimos días, la melancolía, el deseo de terminar con todo y con todos, la desesperante e inequívoca sensación de pérdida, se vino abajo cuando contempló la imagen de la mujer de su vida, hermosa y tan confundida como él, parada frente a su casa. Por la ventanilla de la carroza intuyó el flequillo de su hijo y lágrimas de alivio lo embargaron. Quería besarlos a los dos, quería reír con ellos, sentarse a la mesa y alimentarlos, quería compartir sus penas, aprender de ellos. Quería amanecer sabiendo que sus caras sonrientes le habían aguardado más allá de la oscuridad de la noche, protegerlos, mimarlos, dejarse ayudar por su valentía y su tesón.

Pero, sobre todo, quería fundirse con Alma en un abrazo infinito que los uniera de una vez por todas, así que eso fue lo que hizo. Trotó con ímpetu el trecho que los separaba y empujó a la mujer que lloraba y le sonreía a la vez hasta apretarla fuertemente contra él. Nunca más la iba a dejar escapar otra vez.

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