jueves, 27 de febrero de 2020

CLAUDIA - Capítulo IV


Nota: te advierto que en el texto que estás a punto de leer hay errores tanto de estilo como ortotipográficos. Si quieres saber por qué, te recomiendo leer la entrada «Nota de la autora (la más difícil que he escrito nunca)». Si no te apetece, te la resumo: este texto está sin editar. Como una canción sin arreglos o una película que aún no ha pasado por posproducción. Escribí esta historia a los diecisiete años, y aunque podría corregirla ahora, he preferido no hacerlo para conservar su esencia. Si fueses pintor, ¿retocarías aquel dibujo que hiciste con cinco años, y que tu madre colgó en la puerta de la nevera? Probablemente no, porque ese dibujo es lo que te ha llevado hasta donde estás ahora. Fue el inicio de tu carrera, y es un recuerdo que quieres conservar. Lo mismo me ocurre a mí con Claudia, a pesar del pudor tan ENORME que me produce enseñártela así como está, en bruto.

Otra nota: la imagen que acompaña a esta entrada no es mía (ya me gustaría a mí tener semejante talento). Pertenece a Eduardo Barragán. Si no lo conoces, tiene un blog superinteresante, que te recomiendo visitar, en el que recrea con todo lujo de detalles la huella romana en el sur de la península ibérica, incluyendo Baelo Claudia. 

Y ahora sí, por fin, aquí está el capítulo de esta semana. Recuerda que cada jueves podrás leer una nueva entrega en este blog. ¡Espero que te guste! ;-)


CAPÍTULO IV


Lucio le había pedido que esperara en el cementerio que se encontraba ante la puerta norte de la ciudad, justo al principio (o al final, según se mirase) del cardo máximo. Claudia llegó allí antes que él, justo cuando los rayos de un sol que había decidido asomarse tras muchas vacilaciones se hallaban por detrás de su cabeza. El día había sido gris, pero al parecer todavía no había acabado. El cementerio estaba, por lo general, vacío, y sobre todo a esas horas. Se había acercado hasta allí en unos pocos minutos, y a pesar de tener que atravesar para ello casi toda la ciudad, dejando a su madre encerrada con una de sus terribles jaquecas y a Tulio jugando tranquilo. Su padre estaba en una taberna con sus amigos, y Tulio había prometido no decir nada a nadie siempre y cuando le llevara una flor.

Cuando pisó la primera piedra de la necrópolis, un escalofrío recorrió su espina dorsal desde abajo hacia arriba. Aunque no tenía nada en contra de aquellos lugares, las malas vibraciones que despedía aquella soledad no le gustaban nada. Ironías de la vida, pensó, justo lo opuesto que le ocurría las veces que se escapaba a escondidas al teatro. En estos pensamientos estaba cuando, de improviso, una cabeza surgió de detrás de una de las lápidas que se encontraban en la zona de la izquierda de la calzada donde ella estaba situada, dándole un susto de muerte:

-¡Ahhhh!

Inmediatamente después, una carcajada le reveló la identidad de la cabeza del monstruo. Era Lucio, claro. Se levantó del suelo y, bordeando la estela tras la que había estado oculto, se aproximó a Claudia, la cual ponía cara de ir a embestirlo si volvía a hacer algo así. Él, que continuaba riéndose, le pidió perdón con una reverencia de movimientos exagerados así que, ante la ridiculez de la escena, a Claudia no le quedó más remedio que aceptar sus disculpas, riéndose también. Permanecieron largo rato mirándose fijamente y sonriendo. Lucio tenía los cabellos negros, cortos y rizados. El color de sus ojos dependía, sin embargo, de la luz del sol: podía ir desde el castaño claro hasta el negro más profundo. En aquel instante eran claros, de un marrón extraño que casi daba miedo mirar. Su piel era blanca, con algunos lunares oscuros en la cara, y tenía la nariz recta. Cuando se reía como había hecho antes, sus ojos se achicaban y la piel que quedaba bajo sus párpados subía formando unas pequeñas arrugas, borrando por completo el aspecto de formalidad y responsabilidad que podía llegar a adquirir cuando estaba serio.

Ninguno de los dos logró recordar después quién había sido el que había bajado la vista primero, pero alguno fue, eso seguro. Sin saber qué decir, continuaron así mucho tiempo más, unidos por las manos y por la mirada otra vez, dejando transcurrir los segundos y los minutos (quizá las horas; ninguno pudo acordarse después de cuánto tiempo estuvieron juntos bajo unos rayos de sol cada vez más marchitos). Cuando sólo la mitad de una esfera naranja se podía vislumbrar ya en el horizonte, Lucio, como despertando de un sueño tranquilo, dijo:

-Es ya muy tarde, tengo que irme. Dentro de poco comenzarán a servir la cena.

Así que la besó rápidamente y echó a correr.

***

Dos meses después, llegó por fin el ansiado día del estreno de Claudia y, afortunadamente, todo salió bien. Se había preparado a conciencia durante los ensayos en casa de Fulvio, así que las posibilidades de que le fuera a ir mal eran prácticamente nulas. Sólo un ataque de miedo escénico (el cual ya había podido comprobar que no padecía) o de simples nervios (estos sí que no se los podía quitar de encima. En fin) podían haber actuado en su contra y mermar su talento pero, para su felicidad, no ocurrió así.

Por tener lugar la representación en plenas fiestas, a su familia no le quedó más remedio que acudir ese día al teatro (y de paso enterarse de lo que decía la gente). Sin embargo, los comentarios no fueron, para nada, ofensivos. Por supuesto que no todos los días se veía a la primogénita de un soldado de alto rango rebajarse de aquella manera, y quizás eso era lo que más expectación había causado de cara a la función, pero bueno, no lo había hecho del todo mal y, además, como todo el mundo sabía, era joven y alocada…

Por su parte, Claudia defendió el papel de Eris, la Discordia, lo mejor que pudo, y la verdad es que quedó bastante satisfecha con el resultado. Una vez finalizada la representación y sentido el estruendo de los aplausos en sus oídos y el calor del público en su rostro, se retiró feliz a despojarse del vestuario y de todos los afeites que le habían puesto por la cara. En los últimos meses su vida había cambiado de tal manera y a una velocidad tan vertiginosa, que aún no podía creérselo. Se había acostumbrado a asistir dos veces por semana a casa de Fulvio a ensayar, a aquel cuarto que seguía tan reducido y desconchado como siempre había estado y como siempre estaría, dado que su dueño no tenía intención de remodelarlo en los próximos veinticinco años. Ahora que todo había pasado, tendría que pensar en algo para hacer en ese tiempo, necesitaba mantenerse siempre activa. 

Lucio y ella seguían ocultando su amor como podían a duras penas (de hecho, hoy lo había visto sentado entre el público, a lo lejos, sonriéndole), aunque sabían que Baelo no era una ciudad muy grande y finalmente su historia saldría a la luz provocando un gran escándalo. Sus padres, últimamente, estaban más callados que de costumbre, sobre todo su madre. Eso le hacía pensar que estaban tramando algo, aún no había qué, pero por el momento había decidido no preocuparse por ello, ya lo descubriría a su debido tiempo. Y es que ahora tenía otras cosas más importantes en qué pensar, dado que la mejor noticia de todas era que: ¡Fulvio había quedado tan prendado de su trabajo y de su forma de interpretar que le había prometido actuar de incógnito en su próxima obra! Además, casi con toda seguridad le otorgaría el papel protagonista en dicha obra, que ya se encontraba en preparación. Ésa debía ser su gran obra maestra, ya lo estaba imaginando, nunca se volvería a ver a nadie interpretar así sobre un escenario. El público se quedaría de piedra al verla y escucharla, dejándolos a todos pasmados una buena temporada. Ése sería su mayor triunfo, tenía que aprovecharlo porque quizás nunca pudiera volver a tener una oportunidad así.

Cuando acabó de arreglarse, se despidió del resto de sus compañeros y, tras dirigirle un rápido guiño de complicidad al director (y también uno a Lucio, que andaba por allí merodeando sin que nadie lo viera), regresó a su casa.

Desde el preciso instante en que atravesó el umbral, supo que algo iba mal. Podía percibir algo malo en el ambiente, como un presentimiento. Los semblantes austeros e inexpresivos de sus padres no hicieron sino confirmar sus sospechas. No se dijeron nada, ella tampoco. Desgraciadamente, creía conocer el motivo de lo que se avecinaba. Se habían enterado, seguro. Alguien les había pasado el chisme. Habían descubierto su relación con Lucio y estaban dispuestos a repudiarla. Sería vendida como esclava en el próximo mercado sin que pudiera hacer nada. Algún extranjero se apropiaría de ella y se la llevaría lejos, muy lejos. Nunca más volvería a ver a Lucio, y sus sueños con el teatro podían darse por terminados. Pasaría mil penurias antes de lograr escapar y, después, sería capturada por bandidos que la retendrían en una gruta húmeda sin darle de comer. Finalmente, moriría de frío, de sed, d…

-¿Claudia?- comenzó, esta vez, su padre.

(¿Sí…? … ¡Vamos, dilo!)

-He hablado con Mario, el juez, y…

(¡¡Oh!! ¡¡Horror!!)

-…me ha dicho que estaría dispuesto a concertar un matrimonio entre su hijo y tú.

(¡Uuuff! ¡Menos mal! Ya pensaba que… Un momento: ¿¿¿QUÉÉÉÉÉÉÉÉÉ!!!) 

No, no, no podía ser cierto. Bueno, ella ya sabía que algún día tendría que llegar ese momento pero… ¿por qué tan pronto? ¿Y por qué con ese gordo infantil e ignorante? No, no, no podía ser cierto. Meneando la cabeza, Claudia comenzó a retroceder sobre sus pasos y a alejarse de sus padres sin esquivar sus miradas. Una mínima cantidad de agua se asomaba a sus ojos así que, cuando estuvo lo suficientemente lejos de ellos, dio media vuelta y corrió, corrió, corrió atravesando el corto espacio que la separaba de su cuarto. Una vez allí, se sentó en el suelo apoyando la espalda en el lecho. Una cascada de bucles cobrizos se desplomó sobre sus rodillas y, por primera vez desde que podía recordar, se echó a llorar.

jueves, 20 de febrero de 2020

CLAUDIA - Capítulo III


Nota: te advierto que en el texto que estás a punto de leer hay errores tanto de estilo como ortotipográficos. Si quieres saber por qué, te recomiendo leer la entrada «Nota de la autora (la más difícil que he escrito nunca)». Si no te apetece, te la resumo: este texto está sin editar. Como una canción sin arreglos o una película que aún no ha pasado por posproducción. Escribí esta historia a los diecisiete años, y aunque podría corregirla ahora, he preferido no hacerlo para conservar su esencia. Si fueses pintor, ¿retocarías aquel dibujo que hiciste con cinco años, y que tu madre colgó en la puerta de la nevera? Probablemente no, porque ese dibujo es lo que te ha llevado hasta donde estás ahora. Fue el inicio de tu carrera, y es un recuerdo que quieres conservar. Lo mismo me ocurre a mí con Claudia, a pesar del pudor tan ENORME que me produce enseñártela así como está, en bruto.

Otra nota: la imagen que acompaña a esta entrada no es mía (ya me gustaría a mí tener semejante talento). Pertenece a Eduardo Barragán. Si no lo conoces, tiene un blog superinteresante, que te recomiendo visitar, en el que recrea con todo lujo de detalles la huella romana en el sur de la península ibérica, incluyendo Baelo Claudia. 

Y ahora sí, por fin, aquí está el capítulo de esta semana. Recuerda que cada jueves podrás leer una nueva entrega en este blog. ¡Espero que te guste! ;-)


CAPÍTULO III


En casa del general Claudio se preparaba un gran banquete. Grandes bandejas lacadas flotaban en el aire de un lugar a otro, mientras que otras se amotinaban encima de las mesas. Cochinillos “a la manera de Frontino” (con garum de la tierra, por supuesto), ensaladas con espárragos y alcachofas, huevos, paté de aceituna traído directamente de la mismísima Grecia, ostras, doradas y rodaballos sazonados con hierbas aromáticas, pollo hojaldrado, queso, frutas confitadas y, cómo no, una gran cantidad de vino mulsum mezclado con una buena dosis de miel. Dos esclavos se encontraban en ese momento entrando en el triclinio portando un par de recipientes con agua perfumada destinada a los invitados. En una esquina cercana a la cocina, tres músicos afinaban sus instrumentos dispuestos a entrar en acción en cuanto se lo ordenasen. Los siervos novatos deambulaban de un lado a otro de la casa sin saber muy bien qué hacer, mientras que los veteranos pedían calma y afirmaban tener la situación bajo control, aunque esto no impedía que grandes churretes de sudor se deslizasen por su cara desde la frente.

En la cocina, transformada provisionalmente en la cueva de un dragón expulsando bocanadas de fuego y humo por la boca, el ajetreo de los esclavos rozaba límites insospechados. Ahora, además, había cerca de los tres músicos un pequeño grupo de bailarinas contorsionándose y ensayando sus movimientos. Una lámpara de aceite justo a su lado proporcionaba tonalidades doradas a los mosaicos que cubrían las paredes y suelos más inmediatos, dejando el resto casi en penumbra hasta la imagen de una nueva lámpara. De vez en cuando, alguien se acercaba apresuradamente, haciendo tambalear dichas lámparas, dispuesto a informar sobre los últimos acontecimientos ocurridos a sólo unos metros de allí. Cada vez que abría la puerta, una oleada de aire caliente le impedía la visión y, cuando volvía a recuperarla, tenía encima de sí a una multitud de personas con cara de pavor zarandeándole y exigiéndole noticias frescas.

-Pues… de momento todo va bien- en esos momentos podían escucharse varios suspiros de alivio en la sala.- aunque…- de nuevo las cabezas volvían a girarse hacia él y los rostros se contraían por el temor.- el pretor Mario ha hecho un leve gesto de disgusto al probar el pescado. Creo que no le pareció lo suficiente picante.

-¡¡¡Te lo dijeeee!!!.- se oía chillar a alguna de las cabezas mientras otra recibía un pescozón en la nuca.- Si este asunto va a mayores, ya puedes ir preparando tu reventa.

A Claudia le encantaba pulular por esos lugares los días que había banquete ya que, por su condición de mujer, casi nunca estaba invitada. Su madre, sin embargo, no faltaba a ninguna. Claudia siempre se preguntaba dónde andaba su jaqueca esos días, ya que nunca hacía acto de presencia. Pero le gustaba, sobre todo, conversar con aquella mujer tan vieja y tan grande que, con una sola mirada, era capaz de poner firmes al resto de sus compañeros. A Claudia le gustaba llegarse donde ella, sentarse en un taburete y contarle sus cosas en mitad del trajín y de una nube de vapor que convertía la cocina de su casa en la mejor sauna termal. A Claudia, a pesar de las regañinas que recibía por “estorbar” (por algo había nacido en el día de Júpiter), le encantaba pulular por esos lugares los días que había banquete.

Cada vez que alguien abría la puerta, una corriente de aire interrumpía durante un breve espacio de tiempo la ascensión del humo hacia el techo, trayecto que iniciaba de nuevo en cuanto la puerta se volvía a cerrar. Cuando, esa noche, Claudia entró como una tromba en la cocina, el humo se paralizó sin perder la costumbre. Siete pares de ojos se posaron en la muchacha, esperando ver en su lugar al espía oficial, que proseguía con sus idas y venidas de la cocina al triclinio y del triclinio a la cocina. Desilusionados, los catorce ojos regresaron a sus quehaceres, excepto los dos de la mujerona, la esclava griega Níobe, que se acercó a su niña (seguía siendo su niña por muchos dieciséis años que tuviera) cuando la vio sonreír fatigada con la espalda recostada sobre la puerta de madera que ella misma acababa de cerrar. Había algo en su sonrisa… Como si fuera aún más  e s p l é n d i d a  de lo normal. ¿O quizá eran sus ojos los que sonreían? No lo sabía bien, pero no podía evitar inquietarse por ello.

-¿Qué te ocurre, niña? ¿Qué es lo que sucede?- desconocía el motivo de que aquella sonrisa le causase tal temor, algo así como un mal presentimiento, como que aquella felicidad les iba a traer problemas a todos, y problemas graves. Sin embargo, intentó aparentar tranquilidad a pesar de no lograr deshacer aquel nudo en su estómago.

-Nada. – respondió la “Niña” mirándola a los ojos y sin abandonar su eterna sonrisa.- No me ocurre nada.

Con rapidez, giró sobre sus talones, abrió la puerta y, escurriéndose entre el hueco formado por ésta y el cuerpo de Níobe, se despidió de la cocina dirigiendo una última mirada de complicidad a la criada.

Poco después, un puñetazo propinado por uno de los invitados a la mesa donde estaba cenando, seguido de una carcajada general que se propagó velozmente desde el triclinio a todos los rincones de la domus, retumbó en todas las salas haciendo temblar las paredes.

Al parecer, al humo procedente de algún manjar tardío, le esperaban aún unos cuantos sobresaltos.  

***

Llovía. El auténtico clima otoñal había comenzado a dar señales de vida poco antes de las calendas de noviembre. El día que Drusila le dijo a Claudia que su amo, el director más afamado de Baelo, preparaba una obra de mimo para las próximas fiestas, llovía. Drusila era la mejor amiga de Claudia (por mucho que le pesase a su querida madre) y, además, trabajaba como esclava en casa de uno de los directores de teatro más exitosos de la ciudad y, prácticamente, de toda la Bética. Pero ahora lo importante era la noticia que acababa de recibir Claudia, y es que el mimo era el único género donde se permitía participar a las mujeres (aunque eso era sólo por el momento, ya se encargaría ella de cambiar las cosas). Debía presentarse al día siguiente en casa del directo Fulvio, ya que allí tendría lugar el reparto de los personajes. Era para una parodia mitológica, le dijo, y yo te he recomendado.

Al día siguiente, a la hora prevista, se presentó en la casa de Fulvio, donde ya se aglutinaban las personas que habían acudido con su mismo objetivo. En un principio, a nadie le extrañó lo suficiente como para dedicarle más de un segundo de su valioso tiempo el verla allí, si acaso un par de personas murmuró algo así como: “…qué pensará su familia…” o “a esta chica deberían sujetarla al piso, porque si no…”. En ese momento, Fulvio entró en la habitación, así que Claudia ya no pudo oír nada más porque se hizo el silencio más absoluto. 

Por lo que Drusila le había comentado, aquel pequeño cuarto sin muebles y con la pintura desconchada estaba destinado de manera perenne a los ensayos y asuntos de los grupos de teatro, por lo que no pudo dejar de sentir que, aun rodeada de casi cincuenta personas, era alguien importante. En medio de ese silencio, Fulvio comenzó a hablar, pero no parecía dirigirse a su público, sino que más bien parecía estar hablando solo, expresando sus pensamientos en voz alta. Hablaba de una forma pausada y sin elevar demasiado el tono de voz, algo innecesario debió a las reducidas dimensiones del espacio. Claudia no perdía detalle de todas y cada una de las palabras que salían de su boca: que si había que tomarse en serio aquel ejercicio, que si debían ser puntuales y no faltar a los ensayos, que si las personas que no pudieran participar en esa ocasión ya tendrían otra oportunidad… (sí, claro, pensó Claudia, como si fuera tan fácil). A continuación, fue nombrando a las personas que sí iban a poder participar en esa ocasión, y entre todos esos nombres estaba el de Claudia. Finalmente, cuando los no elegidos ya habían despejado ligeramente el local, se procedió al reparto de los personajes. Cuando le llegó el turno a ella, Fulvio dijo:

-Tú eres la amiga de Drusila, ¿verdad? Me ha hablado de ti y yo siempre procuro tener en consideración a mis esclavos. Espero que no te importa que te asigne un papel poco importante. Ya sabes, por lo que podría decir la gente… Serás la Discordia en "El juicio de Paris". 

¿Poco importante? ¿Poco importante la Discordia? ¡Vaya! Pues entonces cómo serían los importantes. Bueno, ya lo sabía, pero aún así le parecía haber tenido muchísima suerte. Fulvio le entregó un pequeño pergamino con lo que debía decir y cómo hacerlo y la citó para la semana próxima en el mismo lugar. Ese día, tendría lugar allí su primer ensayo (¡¡SU PRIMER ENSAYO!!). Más contenta que nunca, abandonó su puesto y se despidió de los demás con un escueto “hasta pronto”. La verdad es que, para empezar, no estaba nada mal.

jueves, 13 de febrero de 2020

CLAUDIA - Capítulo II


Nota: te advierto que en el texto que estás a punto de leer hay errores tanto de estilo como ortotipográficos. Si quieres saber por qué, te recomiendo leer la entrada «Nota de la autora (la más difícil que he escrito nunca)». Si no te apetece, te la resumo: este texto está sin editar. Como una canción sin arreglos o una película que aún no ha pasado por posproducción. Escribí esta historia a los diecisiete años, y aunque podría corregirla ahora, he preferido no hacerlo para conservar su esencia. Si fueses pintor, ¿retocarías aquel dibujo que hiciste con cinco años, y que tu madre colgó en la puerta de la nevera? Probablemente no, porque ese dibujo es lo que te ha llevado hasta donde estás ahora. Fue el inicio de tu carrera, y es un recuerdo que quieres conservar. Lo mismo me ocurre a mí con Claudia, a pesar del pudor tan ENORME que me produce enseñártela así como está, en bruto.

Otra nota: la imagen que acompaña a esta entrada no es mía (ya me gustaría a mí tener semejante talento). Pertenece a Eduardo Barragán. Si no lo conoces, tiene un blog superinteresante, que te recomiendo visitar, en el que recrea con todo lujo de detalles la huella romana en el sur de la península ibérica, incluyendo Baelo Claudia. 

Y ahora sí, por fin, aquí está el capítulo de esta semana. Recuerda que cada jueves podrás leer una nueva entrega en este blog. ¡Espero que te guste! ;-)


CAPÍTULO II


Se despertó durante la segunda vigilia y se incorporó en el lecho. Afuera, todos dormían y Baelo era una ciudad muerta. Sólo el sonido de algún grillo cantarín venía a romper, de forma intermitente, el silencio de la noche. Más allá, el ruido de las olas estrellándose estrepitosamente en la orilla. A oscuras, la ciudad proporcionaba una sensación de serenidad que en nada se parecía a la algarabía que tenía lugar durante el día. Sin pensárselo mucho, Claudia acercó un taburete a la cama y descansó sus pies sobre él antes de levantarse definitivamente, debido a la altura de la cama. Se asomó a la ventana y, tras comprobar que no había nadie despierto ni en la calle, ni en su casa, atravesó de puntillas todas las estancias necesarias para llegar a la puerta principal. Abrió ésta con sumo sigilo y, tras echar de nuevo una ojeada a interior y exterior, salió y la cerró con el mismo cuidado. 

Una vez se encontró fuera, echó a correr velozmente sin mirar a ningún lado, sólo de frente, de frente, de frente. A esas horas de la madrugada, las piedras de los edificios eran de color negro con reflejos de luna, y proyectaban sombras aterradoras y alargadas por encima de la cabeza de Claudia, aunque no era eso lo que más le preocupaba. Si por casualidad tenía la mala suerte de ser vista a tan intempestivas horas, en ropa interior, semidescalza y corriendo sola por la ciudad, se habría metido en un buen lío, por no comentar que su ya de por sí vapuleada reputación quedaría maltrecha para siempre. Pero siguió corriendo y corrió y corrió, así hasta que llegó a las puertas del teatro. 

Después de subir unos cuantos peldaños, atravesó un angosto pasillo palpando las paredes con las manos para que la piedra no rozase su piel. La luz de la luna la iluminó de nuevo al dejar el pasadizo y se encontró sola en mitad de las gradas dispuestas a la izquierda del escenario. De un salto subió a él y, una vez allí, se fue dando la vuelta poco a poco, fantaseando con un público a sus espaldas. Tenía la carne de gallina, y no era precisamente por el frío o por el silencio aterrador de la noche. Se imaginaba allí subida otras muchas veces, recitando de memoria un texto cualquiera, la verdad es que ni siquiera le importaba cuál, sólo le importaba sentirlo, deleitarse con la pronunciación de cada palabra, tener, aunque por unos instantes, más poder que los dioses, poder para hacer reír o llorar a los demás cuando le apeteciera, en definitiva, poder para manejar los sentimientos de los demás a su antojo y disfrutar con ello. Sólo quería SENTIR.  Quería perder absolutamente la razón, si es que no la había perdido ya. Quería conocer cuán agridulce es ese veneno al que llaman “odio”, y lo que significa amar por encima de todo. Quería saber qué sintió Medea al matar a sus hijos, lo que hizo que Casandra se comportara de un modo tan extraño, padecer en sus entrañas el odio de Electra y la repugnancia de Yocasta. Pero también quería reír, reír siempre, y que la gente riera con ella. Quería morir sabiendo que unos segundos después volvería a despertar… Quería tener el privilegio de poder vivir otras vidas además de la suya, de la que le había sido impuesta… Todo aquello iba a ser muy difícil e iba a costarle un esfuerzo sobrehumano, pero finalmente lo lograría. 

En la ciudad casi nadie se tomaba en serio el teatro y lo consideraban una mera atracción pública. Incluso los actores interpretaban como si estuvieran borrachos después de un gran banquete. Aquel hombre, el tal Plauto, sí, había hecho mucho por el desarrollo de la comedia en Roma, pero habría que verle a él sentándose a crear algo medianamente complejo. Y con los cristianos acechando, no digamos. No se sabía adónde iría a parar todo aquello, pero se auguraba un final muy negro si las cosas no cambiaban pron…
                
Un ruido lejano interrumpió los pensamientos de Claudia. Éste venía acompañado de pequeñas luces llameantes procedentes, sin duda, de un buen número de antorchas. Las lucecitas eran cada vez más grandes, y el ruido cada vez más cercano, así que abandonó el teatro dejando atrás las emociones que la habían embargado momentos antes y se dispuso a esperar hasta que el enigma se resolviera por sí solo al entrar en la ciudad. Agazapada junto al muro de una casa cercana al foro, una idea (qué día era hoy, qué día era hoy…) cruzó por su mente de forma repentina (¡¡¡los idus de octubre!!!) cuando el ruido (de pasos marchados, ahora podía reconocerlo bien) y las luces se encontraban casi a su altura, pero sólo logró balbucir, sin que nadie la oyera:

-¡Padre!

 ***

Frente al templo de Isis, el galimatías de ciudadanos (y no ciudadanos) que celebraban la fiesta militar de los trece días anteriores a las calendas de noviembre, imposibilitaba la circulación por una de las vías más importantes de la pequeña ciudad costera, la que ponía límite al foro en su parte norte. Hacía sólo cuatro días desde que había acabado el período de combates por ese año y los legionarios de Baelo habían regresado a su tierra. Ahora, era necesario purificar las armas y simbolizar la muerte de la guerra mediante el sacrificio del caballo de octubre. Las madres volvían a reencontrarse con sus hijos, las esposas con sus maridos, los hijos con sus padres y las hermanas con los hermanos, es decir, todas las familias que tuvieran algún miembro sirviendo en el ejército por y para Roma, permanecerían juntas de nuevo hasta el próximo mes de marzo, en el que se reiniciarían los combates. Era ésta, por tanto, una época de unidad y celebraciones.

Uno de los reclutas que había pasado su primera temporada fuera de casa y pretendía ahora recuperar el tiempo perdido lejos del hogar, se acercó hasta la escalinata de piedra que conducía a la entrada del recinto sagrado. Intentaba, en vano, descubrir cuál era la razón de tanto revuelo. Dejándolo por imposible, abandonó a la muchedumbre allí congregada y, sonriendo, se alejó en dirección hacia el sur mientras sus ajetreados vecinos se cruzaban entre sí por delante y por detrás de él. Siempre le había gustado pasear por Baelo en los días que apretaba el calor, a pesar de los rostros sudorosos contra los que chocaba, a pesar del hedor procedente de las factorías de salazón, incluso a pesar de la picazón que los rayos del sol producían en su piel y en sus ojos, había algo especial en la atmósfera de la ciudad en esos días, algo que podía percibirse con tan sólo asomarse a una ventana, algo que parecía introducirse por todos y cada uno de los poros de aquellas piedras tan antiguas.

Sin saber cómo ni por qué, se vio a sí mismo caminando entre la multitud y llegando hasta la muralla. Por pura inercia, atravesó las puertas de la ciudad y siguió desplazándose en línea recta durante un rato. Después, sintió quemándole los pies la arena ardiente de la ensenada que penetraba por cada resquicio de sus sandalias, y un poco más allá, un soplo de frescor le azotó la cara mientras, más abajo, la arena se notaba más húmeda debido, obviamente, a la casi alarmante profundidad del mar. Lejos de sus oídos quedaba ya el clamor de sus paisanos.

A pocos pasos de donde él estaba situado percibió una presencia extraña que, a juzgar por su expresión, debía de estar allí desde antes de que él llegara, sin embargo no se había percatado hasta ahora. Giró ligeramente la cabeza hacia su izquierda intentando disimular, en contraposición al descarado examen a que estaba siendo sometido por parte de su acompañante. Sorprendido por lo que su visión le reveló, observó, ya sin disimulos, no al niño malcriado o al anciano solitario que hubiese esperado encontrar, sino a una muchacha algo más joven que sonreía abiertamente y le miraba con curiosidad. Desde ese preciso instante supo que uno de los recuerdos que ya nunca se le borraría y que se vería obligado a llevar consigo al Hades cuando le llegara el turno, sería la magnífica sonrisa de esa muchacha de cabellos cobrizos.

Así fue como Claudia conoció a Lucio.

jueves, 6 de febrero de 2020

CLAUDIA - Capítulo I


Nota: te advierto que en el texto que estás a punto de leer hay errores tanto de estilo como ortotipográficos. Si quieres saber por qué, te recomiendo leer la entrada «Nota de la autora (la más difícil que he escrito nunca)». Si no te apetece, te la resumo: este texto está sin editar. Como una canción sin arreglos o una película que aún no ha pasado por posproducción. Escribí esta historia a los diecisiete años, y aunque podría corregirla ahora, he preferido no hacerlo para conservar su esencia. Si fueses pintor, ¿retocarías aquel dibujo que hiciste con cinco años, y que tu madre colgó en la puerta de la nevera? Probablemente no, porque ese dibujo es lo que te ha llevado hasta donde estás ahora. Fue el inicio de tu carrera, y es un recuerdo que quieres conservar. Lo mismo me ocurre a mí con Claudia, a pesar del pudor tan ENORME que me produce enseñártela así como está, en bruto.

Otra nota: la imagen que acompaña a esta entrada no es mía (ya me gustaría a mí tener semejante talento). Pertenece a Eduardo Barragán. Si no lo conoces, tiene un blog superinteresante, que te recomiendo visitar, en el que recrea con todo lujo de detalles la huella romana en el sur de la península ibérica, incluyendo Baelo Claudia. 

Y ahora sí, por fin, aquí está el capítulo de esta semana. Recuerda que cada jueves podrás leer una nueva entrega en este blog. ¡Espero que te guste! ;-)


CAPÍTULO I

A esas horas el cardo, a la altura del foro, estaba atestado de gente. Una mujer redonda y colorada intentaba, sin éxito, atrapar un pollo vivo por entre los pies de la multitud y el polvo que estos levantaban, que le daba a la ciudad un aspecto de mole uniforme de color rojizo. La mujer gritaba pero nadie le hacía caso. A cuatro patas, pretendía vislumbrar a través de los miles de pares de sandalias que pisoteaban la avenida algún elemento aleteando y con plumas. Sin embargo, todos sus intentos resultaban inútiles. Cuando ya había perdido toda esperanza y se disponía a abandonar la búsqueda con resignación, alguien, un hombre, dijo:

-Señora, disculpe pero… se ha ido por ahí.

Las sandalias señalaban hacia la izquierda así que, la mujer, sin levantarse siquiera, optó por continuar el recorrido hacia la dirección que la voz desconocida le había indicado.

-Gracias…, gracias…- se la oyó murmurar con la cabeza baja, sin molestarse ni por un momento en alzar la vista a modo de agradecimiento hacia su guía. O al menos a modo de curiosidad. No, el pollo era más importante. No podía llegar a la casa con las manos vacías y con vistas al banquete que tendría lugar esa misma noche, y además sin un mísero sestercio en el bolsillo de su manto. A su edad, no podía permitirse ese tipo de lujos. Llevaba toda su vida siendo esclava y, ahora que ya le quedaba poco para que el fiel Caronte la esperase en su barca ávido de una moneda, no quería ni pensar en lo que supondría quedarse sin su “empleo”. Sabía que su persistente gordura, así como sus años de más, los mismos que ahora la desacreditaban a los ojos de su ama en pos de esclavas más jóvenes y ágiles, dificultarían hasta casi lo imposible una nueva venta y un nuevo amo en el mercado. Y con los colonos acechando, el asunto adquiría tintes aún más negros. No sabía por qué extraña razón, los esclavos, fieles, serviciales, obedientes y, por qué no decirlo, donosos de prestigio, habían pasado a un segundo plano en cuando se habían comenzado a vislumbrar en el horizonte las figuras de esos malnacidos colonos. Y eso que allí estaban en una ciudad pequeña y la afluencia era prácticamente mínima… No quería ni imaginar cómo estaría la situación en la capital. ¡¡¡Aaaahhh!!! Roma ya no era la misma. Como ella. Ya no servía para nada, pensó con amargura mientras se deslizaba a duras penas por entre las piernas de sus vecinos, ni siquiera para atrapar ¡¡¡UN MALDITO POLLO!!!

De repente, un revuelo captó su atención a pocos pasos de allí. Intuyendo lo que podría suceder, se levantó del suelo inmediatamente con una celeridad rara en personas de su misma magnitud. Con igual velocidad se acercó a un grupo de gente que, unos gritando, otros riendo, impedían su visión completa de la escena que allí tenía lugar.

¡¡¡EL POLLO!!! El pollo había ido a parar a los pies de una joven con la cabeza repleta de bucles cobrizos y aleteaba sin cesar a su alrededor levantando los pliegues finales de su túnica, los cuales terminaban por cubrirlo a modo de refugio. La joven sonreía.

-¡Gracias, niña, por los dioses!- dijo la mujer mientras, apresuradamente, agarraba el animal entre sus manazas de dedos gruesos y sucios y lo ocultaba entre los dobleces de sus vestiduras a la altura del pecho.- gracias…, gracias…, gracias…- seguía susurrando en tanto que se alejaba con pasos cortos y decididos.

Una vez se hubo disuelto el grupo, sus componentes, taciturnos, dejaron de reír y de gritar e, indiferentes, se encaminaron hacia sus respectivos destinos, aquellos que habían apartado momentáneamente al percibir un posible motivo de diversión en el pollo. Ahora, unos se dirigían con las mercancías hacia sus casas, otros, hacia el mercado y, finalmente, los que más, no sabían con certeza ni hacia dónde iban. Sólo una figura permanecía quieta en el mismo lugar y la misma posición que momentos antes cuando…

-¡Claudia!

…y entonces una cascada de bucles cobrizos se giró golpeando el aire.

-¡Drusila!

La joven sonreía.

***

Después de la luz, la oscuridad. Y después, otra vez la luz.


Claudia abrió con cuidado la puerta de la domus y, al cerrarla de nuevo a sus espaldas, todo el bullicio exterior propio de una mañana de mercado pareció esfumarse junto con los rayos del sol. Entre sombras, atravesó el corredor y un golpe de luz le dio en la cara. La abertura en el techo le permitió contemplar durante unos segundos las paredes del atrio. Los mosaicos de tonos fríos que las recubrían, unidos a las cuatro columnas corintias de color azul que soportaban la carga del compluvium le recordaban el mar. Y por encima de todo, el silencio. No, el silencio no. El murmullo del agua. Sí, el murmullo del agua también le recordaba el mar. El mar… Ese mar con el que tenía el privilegio de deleitarse cada vez que abría la puerta… No el mar del que presumían los romanos, no. SU MAR. Mejor dicho: SU OCÉANO. El Atlántico. Con sólo echar a correr, podía sentir sus frías aguas rozando sus pies, empapando los bajos de su túnica, y permanecer así horas y horas, dejándose llevar y olvidándose para siempre del ruido de Baelo, los chismorreos, los gritos, el CAOS.

Abrió los ojos y continuó caminando. Supuso (y solía suponer bien) que su madre estaría bordando en una de las habitaciones contiguas al peristilo, así que prefirió pasar de largo ante la puerta de todas. No tenía ganas de verla. Hoy no. Ni de verla, ni de aguantar sus sermones una vez más. Estaba de buen humor y no quería estropearlo. Había salido sin decir nada y sin pedir permiso, por lo que calculó que su madre llevaría disgustada desde el mediodía. No le gustaba que saliera sola, y menos que se mezclara con plebeyos. Y Claudia no entendía muy bien por qué. Bueno, sí lo entendía. Porque estaba mal visto. Porque la gente hablaría de ella. Porque mientras su padre siguiera fuera nadie podría defenderla. Y porque si continuaba así, nunca encontraría un marido decente. Más bien, lo que Claudia no entendía era precisamente eso: por qué estaba mal visto, por qué la gente iba a molestarse en hablar de ella en vez de entrometerse en sus propios asuntos, por qué nadie podía defenderla (tampoco por qué su padre se encontraba continuamente en el frente si no había guerra, al menos hasta donde ella sabía), ni por qué su comportamiento podía resultar nocivo a la hora de que alguien quisiese casarse con ella. Supuso (y solía suponer bien) que este último aspecto era el que en realidad más le importaba (e interesaba) a su madre. ¡¡Tenía unas ganas de perderla de vista…!! Pero mientras tanto, se armaba de paciencia y se esforzaba en seguir disimulando su infinita abnegación maternal.

Claudia había cruzado ya casi todo el jardín cuando, de repente (¡oh, no!):

-¿Claudia?

La muchacha dio media vuelta y tropezó con unos inmensos ojos azul grisáceo que la miraban acusadores. Su madre, alta y delgada, se apoyaba sobre el costado izquierdo en la jamba de la puerta. Vestía sobre la túnica una stola de color aguamarina que la identificaba como una mujer honrada y bien casada. Su hija no lograba descifrar si fruncía el ceño o arqueaba las cejas, debido a lo afiladas y curvadas que tenía éstas.

-¿Sí, madre?

-¿No tienes nada que decir?

Claudia guardó silencio.

-¿Te parece bien lo que has hecho?- esta vez ni siquiera aguardó respuesta.- ¡¡¿Hasta cuándo, Claudia?!! ¿Hasta cuándo vas a seguir dándome disgustos? ¿A mí, a tu pobre madre que se preocupa por ti y por tu reputación?

La joven, sin pronunciar palabra, se mantenía quieta como la estatua del emperador que había en el centro del foro y miraba a su madre con semblante inexpresivo.

-¡Te he repetido hasta el cansancio que no debes salir sola de casa, y muy menos para ir a mezclarte con plebeyos! ¡¿Es que quieres que te contagien algo?! Además, con los pozos de salazón tan cerca, seguro que está todo lleno de insectos, y ratas y pájaros y moscas y palomas y… ¡POBRES!- Antonia ponía cara de repugnancia para dar mayor énfasis a sus palabras, aunque su hija no creía que le costase mucho trabajo.- Sabes que esas escapadas tuyas sólo nos pueden traer problemas. Está muy mal visto que haga eso una jovencita de buena familia y la gente puede empezar a decir cosas… Además, recuerda que estoy yo sola a cargo de la casa y los esclavos; no tienes a tu padre para defenderte. ¡Y si sigues comportándote de ese modo impertinente ningún hombre rico y apuesto se querrá casar contigo, y tendrás que conformarte con algún viejo mediocre y borracho o quedarte soltera de por vida! ¡Ya tienes dieciséis años, Claudia, no podemos perder más tiempo con ese tema!

Como hablando para sí y dando cortos paseos a un ladooooo… y a otrooooo…, Antonia añadió:

-Eso sí que no estoy dispuesta a permitirlo; no quiero más escándalos en esta casa. Antes prefiero que entres al servicio de la sagrada Vesta.

Ante la cara de horror de su hija, dijo con una media sonrisa:

-No, no me mires así, en caso de no encontrar marido no te quedará otra opción.

-¡Pero… yo quiero ser actor!- protestó Claudia.

-Deja de decir sandeces, por favor. Lo que me faltaba. ¿Es que quieres matarme? Las mujercitas de buena familia COMO TÚ, sólo deben pensar en encontrar un marido con una dote razonable que las trate medianamente bien; así me pasó a mí con tu padre y así harás tú, ¡por Apolo! Si luego surge el amor, mejor, pero eso son tonterías secundarias. ¡¡Sólo las rameras se dedican al teatro!!

Claudia se dio la vuelta y cruzó los brazos mientras lanzaba furiosas miradas al tejado. En ese preciso instante su hermano pequeño salía por otra de las puertas de madera labradas que daban al jardín y no quería que la viera en ese estado, enfadada con el mundo. Oyó a su madre decir a sus espaldas:

-Recuerda lo que te he dicho. Ahora voy a continuar con mis labores y después descansaré un rato. No quiero que me molestéis así que, Claudia, haz el favor de vigilar a tu hermano y procura que no grite.

A estas palabras siguió el ruido de una puerta al cerrarse y, luego, el silencio.

-Claudia…, ¿estás enfadada?- oyó tras de sí mientras una manita pegajosa agarraba la tela de sus ropajes y tiraba de ellos hacia abajo. A una ternura así nadie podría resistirse…

Claudia lo negó meneando la cabeza y sonrió. Tulio tenía los cabellos rizados, como ella, pero de un color más oscuro. No le llegaba a su hermana ni a la cintura, a pesar de que hacía ya seis años que estaba sobre la Tierra y, por lo tanto, pronto tendría que acompañarse de un pedagogo y asistir a las lecciones del ludi magister. De su cuello pendía la bulla, con la que jugueteaba descuidadamente. “Qué suerte tienes”, pensaba Claudia, “tú podrás hacer lo que quieras”. Pero Tulio no tenía la culpa de nada, así que lo cogió en brazos (¡¡uf, cuánto pesaba!!) y se fue con él a jugar mientras ambos sonreían.