jueves, 27 de febrero de 2020

CLAUDIA - Capítulo IV


Nota: te advierto que en el texto que estás a punto de leer hay errores tanto de estilo como ortotipográficos. Si quieres saber por qué, te recomiendo leer la entrada «Nota de la autora (la más difícil que he escrito nunca)». Si no te apetece, te la resumo: este texto está sin editar. Como una canción sin arreglos o una película que aún no ha pasado por posproducción. Escribí esta historia a los diecisiete años, y aunque podría corregirla ahora, he preferido no hacerlo para conservar su esencia. Si fueses pintor, ¿retocarías aquel dibujo que hiciste con cinco años, y que tu madre colgó en la puerta de la nevera? Probablemente no, porque ese dibujo es lo que te ha llevado hasta donde estás ahora. Fue el inicio de tu carrera, y es un recuerdo que quieres conservar. Lo mismo me ocurre a mí con Claudia, a pesar del pudor tan ENORME que me produce enseñártela así como está, en bruto.

Otra nota: la imagen que acompaña a esta entrada no es mía (ya me gustaría a mí tener semejante talento). Pertenece a Eduardo Barragán. Si no lo conoces, tiene un blog superinteresante, que te recomiendo visitar, en el que recrea con todo lujo de detalles la huella romana en el sur de la península ibérica, incluyendo Baelo Claudia. 

Y ahora sí, por fin, aquí está el capítulo de esta semana. Recuerda que cada jueves podrás leer una nueva entrega en este blog. ¡Espero que te guste! ;-)


CAPÍTULO IV


Lucio le había pedido que esperara en el cementerio que se encontraba ante la puerta norte de la ciudad, justo al principio (o al final, según se mirase) del cardo máximo. Claudia llegó allí antes que él, justo cuando los rayos de un sol que había decidido asomarse tras muchas vacilaciones se hallaban por detrás de su cabeza. El día había sido gris, pero al parecer todavía no había acabado. El cementerio estaba, por lo general, vacío, y sobre todo a esas horas. Se había acercado hasta allí en unos pocos minutos, y a pesar de tener que atravesar para ello casi toda la ciudad, dejando a su madre encerrada con una de sus terribles jaquecas y a Tulio jugando tranquilo. Su padre estaba en una taberna con sus amigos, y Tulio había prometido no decir nada a nadie siempre y cuando le llevara una flor.

Cuando pisó la primera piedra de la necrópolis, un escalofrío recorrió su espina dorsal desde abajo hacia arriba. Aunque no tenía nada en contra de aquellos lugares, las malas vibraciones que despedía aquella soledad no le gustaban nada. Ironías de la vida, pensó, justo lo opuesto que le ocurría las veces que se escapaba a escondidas al teatro. En estos pensamientos estaba cuando, de improviso, una cabeza surgió de detrás de una de las lápidas que se encontraban en la zona de la izquierda de la calzada donde ella estaba situada, dándole un susto de muerte:

-¡Ahhhh!

Inmediatamente después, una carcajada le reveló la identidad de la cabeza del monstruo. Era Lucio, claro. Se levantó del suelo y, bordeando la estela tras la que había estado oculto, se aproximó a Claudia, la cual ponía cara de ir a embestirlo si volvía a hacer algo así. Él, que continuaba riéndose, le pidió perdón con una reverencia de movimientos exagerados así que, ante la ridiculez de la escena, a Claudia no le quedó más remedio que aceptar sus disculpas, riéndose también. Permanecieron largo rato mirándose fijamente y sonriendo. Lucio tenía los cabellos negros, cortos y rizados. El color de sus ojos dependía, sin embargo, de la luz del sol: podía ir desde el castaño claro hasta el negro más profundo. En aquel instante eran claros, de un marrón extraño que casi daba miedo mirar. Su piel era blanca, con algunos lunares oscuros en la cara, y tenía la nariz recta. Cuando se reía como había hecho antes, sus ojos se achicaban y la piel que quedaba bajo sus párpados subía formando unas pequeñas arrugas, borrando por completo el aspecto de formalidad y responsabilidad que podía llegar a adquirir cuando estaba serio.

Ninguno de los dos logró recordar después quién había sido el que había bajado la vista primero, pero alguno fue, eso seguro. Sin saber qué decir, continuaron así mucho tiempo más, unidos por las manos y por la mirada otra vez, dejando transcurrir los segundos y los minutos (quizá las horas; ninguno pudo acordarse después de cuánto tiempo estuvieron juntos bajo unos rayos de sol cada vez más marchitos). Cuando sólo la mitad de una esfera naranja se podía vislumbrar ya en el horizonte, Lucio, como despertando de un sueño tranquilo, dijo:

-Es ya muy tarde, tengo que irme. Dentro de poco comenzarán a servir la cena.

Así que la besó rápidamente y echó a correr.

***

Dos meses después, llegó por fin el ansiado día del estreno de Claudia y, afortunadamente, todo salió bien. Se había preparado a conciencia durante los ensayos en casa de Fulvio, así que las posibilidades de que le fuera a ir mal eran prácticamente nulas. Sólo un ataque de miedo escénico (el cual ya había podido comprobar que no padecía) o de simples nervios (estos sí que no se los podía quitar de encima. En fin) podían haber actuado en su contra y mermar su talento pero, para su felicidad, no ocurrió así.

Por tener lugar la representación en plenas fiestas, a su familia no le quedó más remedio que acudir ese día al teatro (y de paso enterarse de lo que decía la gente). Sin embargo, los comentarios no fueron, para nada, ofensivos. Por supuesto que no todos los días se veía a la primogénita de un soldado de alto rango rebajarse de aquella manera, y quizás eso era lo que más expectación había causado de cara a la función, pero bueno, no lo había hecho del todo mal y, además, como todo el mundo sabía, era joven y alocada…

Por su parte, Claudia defendió el papel de Eris, la Discordia, lo mejor que pudo, y la verdad es que quedó bastante satisfecha con el resultado. Una vez finalizada la representación y sentido el estruendo de los aplausos en sus oídos y el calor del público en su rostro, se retiró feliz a despojarse del vestuario y de todos los afeites que le habían puesto por la cara. En los últimos meses su vida había cambiado de tal manera y a una velocidad tan vertiginosa, que aún no podía creérselo. Se había acostumbrado a asistir dos veces por semana a casa de Fulvio a ensayar, a aquel cuarto que seguía tan reducido y desconchado como siempre había estado y como siempre estaría, dado que su dueño no tenía intención de remodelarlo en los próximos veinticinco años. Ahora que todo había pasado, tendría que pensar en algo para hacer en ese tiempo, necesitaba mantenerse siempre activa. 

Lucio y ella seguían ocultando su amor como podían a duras penas (de hecho, hoy lo había visto sentado entre el público, a lo lejos, sonriéndole), aunque sabían que Baelo no era una ciudad muy grande y finalmente su historia saldría a la luz provocando un gran escándalo. Sus padres, últimamente, estaban más callados que de costumbre, sobre todo su madre. Eso le hacía pensar que estaban tramando algo, aún no había qué, pero por el momento había decidido no preocuparse por ello, ya lo descubriría a su debido tiempo. Y es que ahora tenía otras cosas más importantes en qué pensar, dado que la mejor noticia de todas era que: ¡Fulvio había quedado tan prendado de su trabajo y de su forma de interpretar que le había prometido actuar de incógnito en su próxima obra! Además, casi con toda seguridad le otorgaría el papel protagonista en dicha obra, que ya se encontraba en preparación. Ésa debía ser su gran obra maestra, ya lo estaba imaginando, nunca se volvería a ver a nadie interpretar así sobre un escenario. El público se quedaría de piedra al verla y escucharla, dejándolos a todos pasmados una buena temporada. Ése sería su mayor triunfo, tenía que aprovecharlo porque quizás nunca pudiera volver a tener una oportunidad así.

Cuando acabó de arreglarse, se despidió del resto de sus compañeros y, tras dirigirle un rápido guiño de complicidad al director (y también uno a Lucio, que andaba por allí merodeando sin que nadie lo viera), regresó a su casa.

Desde el preciso instante en que atravesó el umbral, supo que algo iba mal. Podía percibir algo malo en el ambiente, como un presentimiento. Los semblantes austeros e inexpresivos de sus padres no hicieron sino confirmar sus sospechas. No se dijeron nada, ella tampoco. Desgraciadamente, creía conocer el motivo de lo que se avecinaba. Se habían enterado, seguro. Alguien les había pasado el chisme. Habían descubierto su relación con Lucio y estaban dispuestos a repudiarla. Sería vendida como esclava en el próximo mercado sin que pudiera hacer nada. Algún extranjero se apropiaría de ella y se la llevaría lejos, muy lejos. Nunca más volvería a ver a Lucio, y sus sueños con el teatro podían darse por terminados. Pasaría mil penurias antes de lograr escapar y, después, sería capturada por bandidos que la retendrían en una gruta húmeda sin darle de comer. Finalmente, moriría de frío, de sed, d…

-¿Claudia?- comenzó, esta vez, su padre.

(¿Sí…? … ¡Vamos, dilo!)

-He hablado con Mario, el juez, y…

(¡¡Oh!! ¡¡Horror!!)

-…me ha dicho que estaría dispuesto a concertar un matrimonio entre su hijo y tú.

(¡Uuuff! ¡Menos mal! Ya pensaba que… Un momento: ¿¿¿QUÉÉÉÉÉÉÉÉÉ!!!) 

No, no, no podía ser cierto. Bueno, ella ya sabía que algún día tendría que llegar ese momento pero… ¿por qué tan pronto? ¿Y por qué con ese gordo infantil e ignorante? No, no, no podía ser cierto. Meneando la cabeza, Claudia comenzó a retroceder sobre sus pasos y a alejarse de sus padres sin esquivar sus miradas. Una mínima cantidad de agua se asomaba a sus ojos así que, cuando estuvo lo suficientemente lejos de ellos, dio media vuelta y corrió, corrió, corrió atravesando el corto espacio que la separaba de su cuarto. Una vez allí, se sentó en el suelo apoyando la espalda en el lecho. Una cascada de bucles cobrizos se desplomó sobre sus rodillas y, por primera vez desde que podía recordar, se echó a llorar.