sábado, 23 de abril de 2016

Feliz 23 de abril


Nací hace treinta años, diez meses y veintitrés días.

Soy lectora ferviente y devota desde hace aproximadamente veintiséis años y cinco meses.

Comencé a garabatear mis primeras sílabas, titubeantes y descuidadas, hace por lo menos veinticinco años y siete meses.

El primer relato llegó hará algo más de veintidós años.

Hace veinte años y dos meses de aquel día en que me compraron mi primer cuaderno sin fines escolares. «Este es solo para que plasmes ahí tus cuentos», me dijeron, hartos de oírme protestar por el aburrimiento todo un verano, nada más salir de la papelería.

A los quince años ya tenía claro que todos mis sueños locos pasaban por escribir, aunque me considerase demasiado mediocre como para plantearme tratar de cumplirlos.

Con diecisiete años y ocho meses, de repente, en mitad de una clase de Historia del Arte, las musas llegaron –casi- para quedarse.

Tenía veintitrés años recién cumplidos cuando entendí que solo existía una solución posible para no ser mediocre: dejar de lloriquear por lo bien que escribían los demás y lo rematadamente mal que escribía yo, vencer mis miedos y sentarme a escribir. Escribir de verdad. Escribir sin descanso. Escribir para ir a por todas. Seis meses después, le ponía el punto final a mi primera novela, que salió publicada cuando faltaban apenas cuarenta y seis días para mis veinticinco.

Luego, a pesar de los obstáculos, llegaron más, por supuesto que llegaron más: a los veintisiete, a los veintiocho…

Y hace apenas un año y dos meses, la literatura, por si aún no tenía suficiente de ella, invadió mi mundo de la mañana a la noche como un huracán en forma de alumnos deseosos de aprender y que nunca sabrán cuánto me han enseñado.

Tal vez esta entrada esté plagada de números, pero yo he tenido la increíble suerte de vivir una vida llena de letras.


Feliz día del libro.

miércoles, 20 de abril de 2016

El autobús de cristal


El otro día subí a mi perfil de Facebook la fotografía que acompaña a estas líneas: la de una réplica en miniatura de una de esas encantadoras tartajas del transporte público maltés que circularon por las carreteras de la isla hasta bien entrado el año 2010, y en cuya silueta me inspiré para crear cierta figura de vidrio soplado que aquellos que ya hayáis leído Bitácora de nuestra luna de miel recordaréis con tanto cariño como yo. En Facebook, una cosa llevó a la otra, y el caso es que, al hilo de la conversación que tuve el gusto de compartir con algunas lectoras en torno a esa imagen, acabé por prometer (si es que me pierde la boca...) que algún día, cuando dispusiese de tiempo libre (esa utopía no me la creo ni yo), compartiría una anécdota del proceso de creación de la Bitácora... relacionada con dicho autobús. Pues bien, como siempre me gusta cumplir mis promesas, y como los que me conocen saben que vivo pegada a un organizador semanal en el que voy tachando todas las tareas pendientes, y que no duermo tranquila si cada noche no me la encuentro llena de borrones de tinta, ese momento ha llegado ;).

Muchos de vosotros ya sabéis que yo, para escribir, tengo que ponerme en situación. Ponerme MUCHO en situación. Durante un tiempo, de hecho, lo sufristeis conmigo a través de las miguitas de desahogo que iba dejando en este blog (qué paciencia me tenéis...). Supongo que no os digo nada nuevo si os hablo del fenómeno de la catarsis, y mucho menos si os cuento por enésima vez esa curiosidad que me encanta traer a colación siempre que puedo acerca de Flaubert, quien, al parecer, vomitó dos veces después de narrar la escena del envenenamiento en Madame Bovary

Lo curioso de este caso es que yo siempre he pensado que mis catarsis se traducían forzosamente en lágrimas, y que, para ello, siempre debían ir precedidas de escenas con un alto componente dramático (de esas que a mí no me gustan, ejem, ejem...). Partiendo de esa premisa, entonces, era poco probable que Bitácora de nuestra luna de miel, mucho más ligera y desenfadada que mis obras anteriores, gozara de su propio momento de catarsis, ¿no? Pues me equivocaba. 

La tarde en que me dediqué a darle vida a esa escena en la que Cecilia le entrega a Damián cierto regalo adquirido en La Valeta, mientras él despegaba con cuidado el envoltorio, mientras mis dedos echaban humo sobre el teclado, mientras las musas me llevaban en volandas y me sonreían con toda su gracia, mientras las palabras se sucedían como un torrente de fuego ante mis ojos, mientras todo eso sucedía, a mi chico, que tiene un problema de torpeza digno de ser estudiado en algún laboratorio y que en esos momentos andaba trasteando en la cocina, se le cayó un tupperware al suelo (vacío, por suerte), con el consiguiente estruendo por toda la casa. Y mi mente, que en esos momentos estaba a kilómetros y kilómetros de allí, solo salió del trance para proferir un grito y exclamar a continuación: «¡No! ¡Has roto el autobús!». 

Mi chico ni se paró a recoger el famoso tupper. Se acercó corriendo para preguntar qué me había pasado, a qué autobús me refería y, a grandes rasgos, de qué demonios estaba hablando. «Se ha roto el autobús», repetí, y juro que pagaría por ver la cara de desequilibrada mental que debía de tener en ese instante. «¿Y ahora qué le va a regalar Cecilia a Damián?». 

Os prometo que todo lo que acabo de contar es 100% real. Por supuesto, mi chico aún se sigue acordando del susto del autobús de cristal y, por supuesto, se sigue choteando de mí y de mi cara (con razón...). ¿Os he dicho ya alguna vez que los escritores estamos como cencerros? ¿No? ¿Y que Flaubert vomitó dos veces tras relatar el episodio del envenenamiento de Madame Bovary? ;)