jueves, 19 de marzo de 2020

CLAUDIA - Capítulo VII


Nota: te advierto que en el texto que estás a punto de leer hay errores tanto de estilo como ortotipográficos. Si quieres saber por qué, te recomiendo leer la entrada «Nota de la autora (la más difícil que he escrito nunca)». Si no te apetece, te la resumo: este texto está sin editar. Como una canción sin arreglos o una película que aún no ha pasado por posproducción. Escribí esta historia a los diecisiete años, y aunque podría corregirla ahora, he preferido no hacerlo para conservar su esencia. Si fueses pintor, ¿retocarías aquel dibujo que hiciste con cinco años, y que tu madre colgó en la puerta de la nevera? Probablemente no, porque ese dibujo es lo que te ha llevado hasta donde estás ahora. Fue el inicio de tu carrera, y es un recuerdo que quieres conservar. Lo mismo me ocurre a mí con Claudia, a pesar del pudor tan ENORME que me produce enseñártela así como está, en bruto.

Otra nota: la imagen que acompaña a esta entrada no es mía (ya me gustaría a mí tener semejante talento). Pertenece a Eduardo Barragán. Si no lo conoces, tiene un blog superinteresante, que te recomiendo visitar, en el que recrea con todo lujo de detalles la huella romana en el sur de la península ibérica, incluyendo Baelo Claudia. 

Y ahora sí, por fin, aquí está el capítulo de esta semana. Recuerda que cada jueves podrás leer una nueva entrega en este blog. ¡Espero que te guste! ;-)


CAPÍTULO VII



Transcurrieron los días en Baelo. Unos más lentos, otros a mayor velocidad… Poco a poco, el frío del invierno y la humedad del mar fueron instalándose en los más oscuros rincones de la ciudad. Entonces, como cada año, sus habitantes comenzaban a añorar aquellos vientos del sur procedentes de la Mauretania de los que tanto se quejaban durante el verano. ¡Qué contradictorios resultaban los seres humanos! Nunca se encontraban a gusto con nada, deseando siempre para sí justamente aquello que no podían conseguir. Aquel viento de la Mauretania venía a ser sólo una muestra de esas contradicciones, dejando cada verano recuerdos indelebles que ahora, en la plenitud del frío, volvían a resurgir, no se sabe si a modo de consuelo o más bien al contrario, como algo maravilloso e inalcanzable.

El brillo poderoso del sol, la calma del océano, la pulcritud del cielo y la costa y, sobre todo, el recuerdo de la sal adherida a la piel, una piel, a pesar del bronceado, reseca y tirante, desprendiendo calor y sufriendo la picazón del sol. En aquellas ocasiones, parecía como si el ruido de Baelo, la algarabía, los gritos, desaparecieran o, mejor dicho, menguaran, diluyéndose en las aguas cristalinas del Atlántico. Cerrando los ojos, uno podía sentir las conversaciones que flotaban a su alrededor como si en realidad estuvieran a muchos metros de distancia. Cerrando los ojos, se unían en un solo sonido las palabras de aquellos seres tan contradictorios, el rumor de aquellas aguas tan cristalinas y el graznido de las gaviotas que, con sus alas extendidas, rasgaban el sol.

Pero ahora no era verano, ni la sal se quedaba pegada a la piel, ni las gaviotas cortaban NADA. Porque era invierno y hacía frío, mucho frío. El tiempo pasaba y, de puntillas, habían llegado las Saturnales a todo el imperio. Todo se había sucedido sin ninguna novedad con respecto a otros años, casi de una forma rutinaria dentro de la alegría y el desorden típicos de esas fiestas. Ya los banquetes se habían celebrado, ya los esclavos habían usurpado el puesto de sus amos, ya los regalos se habían intercambiado. Las fiestas ya habían pasado, habían quedado atrás hasta el próximo ciclo. Jano, llamando a las puertas que él mismo protegía, se había traído consigo a Enero, y con él habían decidido venir también las lluvias, el frío y las ventiscas. Demonios, ellos no tenían la culpa de que Baelo estuviese enclavada en uno de los puntos más conflictivos climatológicamente de toda Europa, ¿por qué padecer entonces aquellas constantes ventoleras? Ya fuese invierno o verano, había algo allí que no cesaba: el viento. Cualquier día, tanto los edificios como sus ocupantes iban a salir volando, y ese día a nadie pillaría por sorpresa.

Desde que Enero había entrado, Claudia había intensificado sus horas de ensayo en casa de Fulvio, mientras que sus padres se esmeraban en los preparativos de su inminente matrimonio. Prácticamente no se hablaba de otra cosa en toda la ciudad. Las especulaciones en torno a su dote podían oírse por doquier.

Antonia, encantada con la próxima marcha de su hija, se afanaba en conseguirle el ajuar adecuado, así como las criadas más eficaces en el mercado. Cualquiera diría que aquella mujer que se pavoneaba ante las vecinas y ocupaba todo su tiempo en arreglar los asuntos referentes a la boda de su hija, era la misma que hasta hacía poco vivía encerrada en su casa quejándose continuamente de dolor de cabeza. De repente, todas sus jaquecas se habían esfumado. Había hecho venir a los mejores comerciantes de telas a su propia casa y, durante una tarde entera, estuvo desenmarañando rollos y tomando medidas, mientras su hija la miraba en silencio desde un rincón de la habitación.

Sin embargo, Antonia no podía dejar de preguntarse acerca del extraño comportamiento de su hija. Después de la escena que había organizado al recibir la noticia, abríase esperado que removiera cielo y tierra con tal de no desposarse. De hecho, su padre y ella ya estaban preparados para cualquier pataleta suya. Pero no había ocurrido así, sino todo lo contrario. Se había limitado a permanecer en silencio, sin una sonrisa, sin un gesto amable, siempre con cara de pocos amigos pero en silencio, al fin y al cabo. No protestaba cuando se mencionaba el tema, ni les había amenazado con cometer cualquier locura de ésas a las que ya estaban acostumbrados.

Claro que, si Antonia hubiese conocido a su hija un poco más, se habría parado a pensar que estaba tramando algo, pero esto no fue así. Creyó, porque en el fondo era lo que quería y le convenía, que Claudia había decidido sentar la cabeza de una vez y no darles más quebraderos de cabeza a su padre y a ella. Por todas estas razones, la conmoción ante lo que la joven les tenía preparado fue mayúscula.

***

Claudia descendió de la tarima y se apartó ligeramente para que sus compañeros pudieran acceder a ella. En el lado opuesto de la grisácea habitación, Fulvio daba órdenes al grupo de “mujeres” integrantes del coro. Ayudándose con el brazo derecho, les indicaba el modo de ejecución de la parte que les correspondía en ese momento, justo antes de que Celio y Julio, los actores encargados de dar vida a Teseo e Hipólito, irrumpieran en escena. Como siempre, sin faltar a su costumbre, Fulvio vocalizaba con precisión y abriendo mucho la boca, pero sin elevar lo más mínimo el tono de voz, como si en realidad todo aquello le importase un comino o no fuese con él. Claudia, por su parte, permaneció quieta justo debajo del escenario, con los brazos en jarras y sonriendo para infundir ánimos a sus compañeros. Ambos se mostraban encantados de tenerla actuando con ellos, o al menos eso le habían dicho. Especialmente porque, como solían bromear, no era muy divertido hablarle de amor a un barbudo con peluca, algo que los dos habían experimentado ya.

“Teseo: …Ella está muerta. ¿Crees que eso te va a salvar? Es lo que más te tiene en sus manos, ¡oh, tú, el más vil de los hombres! ¿Qué juramentos, qué palabras podrían ser más fuertes que ellas, para que tú pudieras escapar a la acusación?...”

Al otro lado de la plataforma de madera, Drusila sostenía una bandeja con bebidas para todos los componentes del grupo, bebidas de las que Fulvio ya había despachado casi la mitad. Claudia saludó a su amiga con un gesto de la cabeza y ésta le respondió poniendo los ojos en blanco y con una sonrisa resignada referida a su amo. Después, volvió la vista hacia Celio, que seguía recitando su parlamento como si nada.

“… Dirás que la odiabas y que la naturaleza del bastardo es hostil a los hijos legítimos. Ella ha hecho un mal negocio de su vida, según tú, si por odio hacia ti perdió lo más querido…”

-De acuerdo; ya es suficiente por hoy.- interrumpió Fulvio.- Muy bien los dos. De todas maneras, Julio, ten cuidado. Se te va la vista. No puedes estar escuchando a tu padre y mirar al techo. El próximo día procura venir más despejado. ¡Ah! Otra cosa, Claudia, escucha que esto tiene que ver contigo: He pensado que quizá resultara estético que, desde el suicidio hasta el final de la representación, el cadáver de Fedra podría permanecer en escena, a la vista de todos. ¿Qué os parece?

Claudia, quien no había necesitado que nadie requiriese su atención, bastante pendiente estaba ella ya de cada palabra que se pronunciaba en aquella habitación, hizo un gesto ambiguo, por lo que Fulvio, a modo de explicación, continuó:

-Sé que es un esfuerzo aún mayor el que te pido, y que tu situación será bastante incómoda, pero creo que es un planteamiento novedoso que podría resultar, ¿verdad? Por supuesto no te estoy pidiendo que estés todos esos minutos sin respirar, pero…- intentaba por todos los medios convencerla y para ellos recurría a cada argumento que se le venía a la cabeza. Ninguno de los tres lo había visto nunca así, tan falto de imposición, de… temple.

-Yo… bueno, creo que no soy el más apropiado para opinar sobre esto.- dijo Julio.- Al fin y al cabo, es Claudia la persona involucrada. Pero creo que es una buena idea.- añadió cuidadosamente, temeroso de que la “persona involucrada” no resultase de su misma opinión.

Ella, dudando, le miró directamente a los ojos como buscando un apoyo que la ayudase a tomar una decisión final, a sabiendas de que ya conocía su punto de vista y porque, en el fondo, ella opinaba igual. Era lo que quería. Adoraba los retos…

-Está bien.- dijo.

Fulvio y Julio respiraron aliviados, mientras Celio se encogía de hombros y decía:

-Haced lo que os parezca mejor. Yo sólo os dijo que no estoy de acuerdo con la idea de exponer a Claudia más de lo que sea estrictamente necesarios. Así, tiene más posibilidades de ser descubierta y, si eso ocurre, debemos prepararnos para lo peor.

Por un momento, todos habían creído que se iba a oponer por razones de orgullo herido. De hecho, en multitud de ocasiones, Claudia se sentía gravemente discriminada, no en el caso de Celio y Julio, pero sí en el de otros compañeros secundarios.

Afortunadamente no había sido así y a la muchacha incluso le dieron ganas de abrazar a su marido ficticio cuando se dio cuenta de lo mucho que se preocupaba por ella. A sus cuarenta años, Celio suponía para ella, en ocasiones, más de lo que su padre (y eso que lo quería, y mucho) podía llegar a suponer.

Además, que la descubrieran era algo que no le preocupaba en absoluto. También a ellos les tenía reservada una sorpresa. Una sorpresa que, junto a la que les tenía preparada a sus padres, sólo Lucio conocía.

1 comentario:

M.C.Latorre dijo...

Ay, madre. ¿Qué se le ha ocurrido a esta mujer? :-D