Nota: te advierto que en el texto que estás a punto de leer hay errores tanto de estilo como ortotipográficos. Si quieres saber por qué, te recomiendo leer la entrada «Nota de la autora (la más difícil que he escrito nunca)». Si no te apetece, te la resumo: este texto está sin editar. Como una canción sin arreglos o una película que aún no ha pasado por posproducción. Escribí esta historia a los diecisiete años, y aunque podría corregirla ahora, he preferido no hacerlo para conservar su esencia. Si fueses pintor, ¿retocarías aquel dibujo que hiciste con cinco años, y que tu madre colgó en la puerta de la nevera? Probablemente no, porque ese dibujo es lo que te ha llevado hasta donde estás ahora. Fue el inicio de tu carrera, y es un recuerdo que quieres conservar. Lo mismo me ocurre a mí con Claudia, a pesar del pudor tan ENORME que me produce enseñártela así como está, en bruto.
Otra nota: la imagen que acompaña a esta entrada no es mía (ya me gustaría a mí tener semejante talento). Pertenece a Eduardo Barragán. Si no lo conoces, tiene un blog superinteresante, que te recomiendo visitar, en el que recrea con todo lujo de detalles la huella romana en el sur de la península ibérica, incluyendo Baelo Claudia.
Y ahora sí, por fin, aquí está el capítulo de esta semana. Recuerda que cada jueves podrás leer una nueva entrega en este blog. ¡Espero que te guste! ;-)
CAPÍTULO VI
Se acercó a
las termas a primera hora de la tarde, sintiendo el resplandor del sol en sus
cabellos, algo que le producía dolor de cabeza. Aquel clima era aún más
variable que su estado de ánimo en los últimos tiempos. Tan sólo quedaban ocho
días para las calendas de enero y ahora resultaba que al sol le apetecía volver
a lucir sus encantos aunque no viniera a cuento. Sin embargo, los continuos
graznidos de gaviotas en la costa parecían anunciar el retorno del frío, ese
frío húmedo que recorría las piedras y las pieles de Baelo sin intención de
marcharse (¿qué creíais? ¿que me había ido?) y que se introducía por todas las
rendijas hasta lo más hondo de cada uno, hasta el alma, sin que nada ni nadie
pudiesen hacer gran cosa por sacárselo de dentro.
El día
anterior, Claudia había abandonado la casa de Fulvio en medio de una especie de
neblina etérea. Sus compañeros (¡¡sus compañeros!!) se habían visto obligados a
sujetarla al recibir la noticia pues, ¡ay!, por Baco, casi se cae del susto.
Mientras salía, sola, creyó distinguir la figura de Drusila a lo lejos, pero ni
siquiera se acercó a saludarla.
Fedra. Fedra. ¡¡¡Fedra, Fedra, Fedra, Fedra!!! Aún no lo podía
creer. Luego, al llegar a casa, Níobe le había transmitido un recado de parte
de Lucio, con quien se había encontrado en el mercado. La buena mujer se
inquietaba sólo con pensar en lo que podría ocurrirle si era descubierta en
semejantes asuntos, pero Claudia sabía que, en el fondo fondo, en el mismo
lugar donde se ocultaba el frío, a Níobe le encantaba su nuevo papel de alcahueta.
“Esta tarde en las termas”. Muy bien, gracias, Níobe.
Ahora,
mientras se acercaba al lugar señalado, pensaba, incluso con el dolor de cabeza
que arrastraba, en cómo le daría las buenas noticias a Lucio. ¡Lo contento que
se iba a poner al enterarse de todo! Así podría animarlo un poco porque, hacía
dos noches, cuando entró en su habitación por la ventana, la noticia de su
próximo matrimonio le había traspasado el hígado, aunque ambos la esperaban.
Tendrían que aprovechar el tiempo que les quedaba.
Cuando por fin
llegó a la entrada, se resguardó de los dañinos rayos de sol en el pórtico,
acostumbrándose sus ojos a las sombras durante unos instantes. Después, cruzó
el umbral y fue recibida, entre un ambiente de relajación y placer, por una
mujer detrás de un atril. Ya se conocían, se habían visto antes, así que la
estatua no opuso resistencia desde detrás del atril y Claudia pasó de largo.
Siguió caminando por el pasillo, todo recto, en dirección al apoditerium.
Hasta ella llegaban los vapores de la sauna, los olores de los perfumes y
aceites, las charlas animadas y los grititos de diversión. Justo al final,
prácticamente se chocó con la puerta de los vestuarios. Allí se despojó de todo
cuanto llevaba encima, de todo excepto de la diadema que se había anudado en la
frente para sujetar sus rizos. Desnuda, tomó una toalla y, dejándose guiar por
el calor, llegó hasta el caldarium, donde se sumergió
l-e-n-t-a-m-e-n-t-e en la piscina, sintiendo el agua caliente envolviéndola de
la punta de los pies a los hombros.
Cerró los ojos
y dio unos pequeños pasos a lo largo del estanque, mientras las puntas de sus
cabellos se pegaban a su espalda. No había muchos bañistas ese día en la zona
de agua caliente, sólo dos más y otra chica que se marchaba cuando ella llegó.
Seguramente el calor exterior había animado a muchas a empezar por los baños
fríos. Ignoraba qué haría Lucio para encontrarse con ella, pero supuso que ya
habría pensado en algo. Tenían suerte de que las termas fueran mixtas, porque
si no… A sus oídos habían llegado rumores verdaderamente escalofriantes
(¡¡ssshhhhh!!): en la mayoría de las terminas del Imperio, los hombres y las
mujeres se bañaban por separado, ¡e incluso en algunas a horas diferentes! Pero
bueno, ellos no tenían ese problema. Mientras Baelo siguiera siendo tan
pequeño, no construirían otras termas de mayores dimensiones, por lo que
tendrían que continuar apiñándose (hombres y mujeres) a la hora del baño.
Ahora, sin
embargo, no quería pensar. Ni en eso ni en nada. Los nervios y la angustia a
los que había estado sometida durante los últimos días le habían agotado el
cerebro de tal modo que necesitaba relajarse un poco. Una esclava se acercó por
detrás ofreciéndole sus servicios, que ella aceptó gustosamente. Salió del agua
y siguió los pasos de la masajista hasta que llegaron a una reducida sala
abovedada y con pinturas en las paredes. Como único mobiliario, una camilla
alargada ocupando prácticamente todo el espacio central. Claudia se tumbó boca
abajo sobre ella y, sin decir palabra, la esclava comenzó su trabajo con
parsimonia. Primero sintió una crema viscosa que, frente al calor que ella
misma desprendía le produjo un escalofrío. Una mano, luego otra, dos manos se
apoyaron en su espalda y procedieron a extender aquel ungüento por su piel
desnuda. El agua caliente había hecho que sus poros se dilatasen y, así, la
mezcla penetraba más fácilmente hacia el interior. Las manos continuaron su
tarea. El siguiente paso fue añadir al inerte cuerpo de Claudia otro ungüento
más. Éste no profundizó tanto como el anterior así que su piel quedó cubierta
por una gruesa capa de aceite brillante y pegajoso. Sobre ésta, la masajista se
encargó de aplicar otra capa más fina de arena, la cual se adhirió
instantáneamente a la pomada inferior. Después, durante un rato, restregó la
mezcla sobre la piel de Claudia con la única ayuda de sus manos y, para
finalizar, cuando su cliente estaba a punto de quedarse dormida, cogió el strigilis
y con él fue rasurando toda la mixtura hasta desprenderla por completo. Los
escasos restos que lograron escapar del paso de aquel instrumento fueron
eliminados también con un paño.
Claudia se
levantó adormilada y observó sus brazos, que ahora presentaban unas rayas de
colores a causa de la irritación producida por el strigilis. Agarró una
toalla con su mano derecha y salió de la habitación, donde permanecía la
esclava recogiendo todos los enseres que había empleado en esta ocasión. Con
una energía renovada, se dirigió con la toalla inmaculada alrededor de su
cuerpo, hacia la piscina descubierta. Las llamadas de atención del vendedor de
salchichas, que momentos antes le habían llegado mitigadas por tabiques y
puertas, se escuchaban ahora, ya sin obstáculos, por todo el recinto. Poco a
poco, el ambiente fue perdiendo densidad y comprendió la proximidad de su
destino. Con una energía renovada, aceleró el paso hasta llegar a un lugar al
aire libre donde se aglomeraban la mayoría de visitantes esa tarde, bien en el
estanque, descansando o braceando, bien bajo los pórticos, paseando o
charlando. La mayor parte de los presentes eran hombres, pero ninguno pareció
fijarse en la presencia de una joven detenida bajo el dintel de la puerta.
Cuando ésta
localizó lo que buscaba con sus ojos inquisidores, se apresuró a ocultarse tras
una columna de estilo corintio. Asomó su cabeza por uno de los laterales y lo
miró. Lucio se hallaba dentro de la piscina, sentado sobre uno de los escalones
que servían tanto para entrar como para salir de ella, y apoyaba los brazos
sobre el bordillo de piedra. Alguien se encontraba a su lado charlando
despreocupadamente, pero él tenía un cierto aire aburrido y dirigía su mirada
hacia el cielo. Claudia sonrió mientras un mechón de su flequillo se desprendía
sobre su frente. El agua los había unido y ahora el agua se encargaba de reunirlos
de nuevo. Estaban predestinados a vivir siempre cerca del agua, como si de una
dependencia se tratase. Le hubiese encantado despojarse de su toalla allí mismo
y meterse en la piscina con él, pero sabía muy bien que, si hacía eso, podía
dar por acabada toda su vida social. Así que esperó, no le quedaba más remedio.
Sin embargo,
no tuvo que aguantar mucho tiempo. Instantes después, Lucio bajó la vista e
inmediatamente la descubrió, observándolo risueña entre la gente. Le devolvió
la ¿sonrisa? Con todas las personas que allí había, no podía permitirse mucho
más. Con ciertos reparos, alzó la mano y, disimuladamente le hizo un gesto que
ella comprendió sin problemas. El apoditerio. El vestuario. Muy bien.
Pues allá se fue.
Nada más
llegar, se sentó en un estrecho banco corrido a esperar a Lucio, que no tardó
en llegar. En cuanto descorrió la cortina, unos brazos bronceados se lanzaron a
su cuello.
-Les he
encerrado. He atrancado todas las puertas a mi pado y les he encerrado. No
podrán salir en un buen rato.- confesó debatiéndose entre la culpabilidad y la
diversión mientras se tapaba la boca con una mano.
-¡Estás loco!-
dijo ella, pero él ya no le oía. Había comenzado a besarla, a acariciarle los
hombros, a arrancarle la toalla…- ¿Vendrás esta noche a mi cuarto?
-Haré todo lo
posible.- le oyó murmurar con la cabeza hundida en su cuello.
-Tengo algo
muy importante que contarte.- dijo Claudia mientras le abrazaba con fuerza y
sonreía.
***
“Se
cuece un pollo en garum, aceite y vino…” ¿Sí? Pues para adentro que se
iba el pollo. “… se le añade una ramita de cilantro…” Oh, oh…
cilantro…cilantro… ¿sería aquello que estaba en aquel frasquito de allí? Sería.
Bueno, paso siguiente: “… y cebolla.” ¡Ah, no! ¡Eso sí que no! ¿Y empezar a
llorar otra vez? No, no, no, de eso que se encargue Níobe. Ya está. Se acabó.
Claudia
se aburría. Se aburría como una ostra de ésas que se pescaban en el Cantábrico,
por eso había decidido bajar a la cocina a INTENTAR ayudar a Níobe a preparar el
pollo con hojaldre y leche para la cena, aunque no tenía ni idea de cocinar,
claro está. Una “jovencita de buena familia como ella” no tenía por qué
rebajarse a realizar semejantes tareas. Para eso ya estaban los esclavos. ¡Si
su madre la viera ahora, seguro que la sacaba de allí a base de chillidos…! En
realidad, tampoco a ella le interesaba demasiado todo aquello, pero necesitaba
mantener la mente ocupada unas cuantas horas mientras esperaba a ver si Lucio
llegaba o no.
-Níobe…-
se acercó zalamera a su espalda.- Ya no sé continuar. ¿Por qué no lo haces tú?
-Ya
me parecía a mí, niña, que no serías capaz! ¡A saber lo que has hecho! Y si
llega a entrar la señora…
-¡Ay,
Níobe, no seas así! Pues para que veas que sí soy capaz de preparar un estúpido
pollo, voy a continuar yo.
-¡Santa
Juno, que el cielo nos ampare!
¿Por
dónde íbamos? ¡Ah, sí! Por la cebolla. Bueno, qué le iba a hacer… Comenzó a
partir una cebolla y no había llegado ni a la tercera capa cuando dos gruesos
lagrimones asomaban ya a sus párpados. “Cuando esté cocido, se retira de su
propia salsa…” ¡Uf, qué difícil! En fin.
-¡Niña!
¡¿Pero qué estás haciendo?!
-Pues
lo que dice aquí, Níobe: retirar el pollo de su propia salsa una vez está
cocido…
-¡Pero
se saca el pollo, niña, no se tira la salsa! Anda, vete, vete… Lo que una tiene
que aguantar a sus años…
Y
expulsó a Claudia de la cocina con un par de palmaditas cariñosas. Ésta,
riendo, se dirigió a su dormitorio. Sí, bueno, no sabía preparar un pollo, ¿y
qué? Al fin y al cabo, ésa era tarea de los esclavos, no suya. Si le había
pedido a la criada que le permitiera ayudar en las labores de la cocina era
porque quería mantener su mente ocupada durante un buen rato, hasta que llegara
Lucio. Estaba tan nerviosa por todo lo que le estaba pasando que tenía miedo de
que se le notara. Había hojeado una y mil veces el pergamino que le había dado
Fulvio, repasando cada párrafo una y otra vez, dejando desfilar las palabras
por su mente, sonriendo casi sin darse cuenta cada vez que pensaba en lo que
aquello suponía, en la suerte que había tenido. Se había hecho el propósito
(hasta el momento fútil) de tranquilizarse un poco y tomarse las cosas con
calma, llegando incluso a guardar el texto bajo el colchón. Pero la tentación
era demasiado sublime…
¡Ves!
Por eso había querido evadirse y se había plantado en la cocina con la sana
intención de preparar algo sin que su familia se pasase luego cuatro días
indispuesta. Sin embargo, no podía dejar de pensar en aquella fortuna que le
había caído del cielo. Mientras permanecía en la casa, el estar apartada de
Fedra se convertía en una tortura. Imaginar que ella con su voz, su cuerpo y la
transformación de su alma podría hacer que volviese de nuevo a la vida era algo
demasiado bonito, demasiado grande como para intentar olvidarlo tan fácilmente.
Y ahora, en su habitación, teniéndola tan cerca, esta tortura se convertía en
una presión en las sienes casi insoportable.
¿Y
si lo mirase una vez más? Aunque sólo fuese para comprobar que se había
aprendido bien el papel y no cometía errores… (Vamos, Claudia, conoces el papel
de memoria, de principio a fin, desde el mismo día en que Fulvio te lo
entregó). Ya, pero es que… Y esa esquinita de papel amarillento sobresaliendo
por entre la tela no ayudaba mucho… Rápidamente, con un gesto limpio y
cortante, como temiendo ser descubierta cometiendo un robo, arrancó las hojas
de debajo de la cama y, alisando ligeramente los pliegos, se los acercó a la
vista y comenzó a leer con voracidad.
Poco
a poco, una sonrisa se iba extendiendo por su rostro y, más sosegada, fue
separando las hojas de sus ojos hasta depositarlas sobre el lecho. Mientras
trenzaba sus cabellos, continuó leyendo.
“Fedra: ¿Qué es
eso que los hombres llaman amor?
Nodriza: Algo
agradable y doloroso al mismo tiempo, niña.
Fedra: Podría
decir que yo he experimentado el lado doloroso.
Nodriza:
¿Qué dices? ¿Estás enamorada, hija mía? ¿De quién?”
Claudia
se recostó sobre un diván y, apoyándose sobre el costado, dejó las hojas a su
lado, sobre el tapizado, para proseguir la lectura.
“Fedra: Del hijo
de la Amazona, quienquiera que sea.
Nodriza: ¿Te
refieres a Hipólito?
Fedra:
De tus labios has oído su nombre, no de los míos."
De repente, algo golpeó, aunque sin mucha fuerza, el alabastro de la ventana.
1 comentario:
Me da que la entrega de la semana que viene me va a gustar muuuucho :-)
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