jueves, 12 de marzo de 2020

CLAUDIA - Capítulo VI


Nota: te advierto que en el texto que estás a punto de leer hay errores tanto de estilo como ortotipográficos. Si quieres saber por qué, te recomiendo leer la entrada «Nota de la autora (la más difícil que he escrito nunca)». Si no te apetece, te la resumo: este texto está sin editar. Como una canción sin arreglos o una película que aún no ha pasado por posproducción. Escribí esta historia a los diecisiete años, y aunque podría corregirla ahora, he preferido no hacerlo para conservar su esencia. Si fueses pintor, ¿retocarías aquel dibujo que hiciste con cinco años, y que tu madre colgó en la puerta de la nevera? Probablemente no, porque ese dibujo es lo que te ha llevado hasta donde estás ahora. Fue el inicio de tu carrera, y es un recuerdo que quieres conservar. Lo mismo me ocurre a mí con Claudia, a pesar del pudor tan ENORME que me produce enseñártela así como está, en bruto.

Otra nota: la imagen que acompaña a esta entrada no es mía (ya me gustaría a mí tener semejante talento). Pertenece a Eduardo Barragán. Si no lo conoces, tiene un blog superinteresante, que te recomiendo visitar, en el que recrea con todo lujo de detalles la huella romana en el sur de la península ibérica, incluyendo Baelo Claudia. 

Y ahora sí, por fin, aquí está el capítulo de esta semana. Recuerda que cada jueves podrás leer una nueva entrega en este blog. ¡Espero que te guste! ;-)


CAPÍTULO VI



Se acercó a las termas a primera hora de la tarde, sintiendo el resplandor del sol en sus cabellos, algo que le producía dolor de cabeza. Aquel clima era aún más variable que su estado de ánimo en los últimos tiempos. Tan sólo quedaban ocho días para las calendas de enero y ahora resultaba que al sol le apetecía volver a lucir sus encantos aunque no viniera a cuento. Sin embargo, los continuos graznidos de gaviotas en la costa parecían anunciar el retorno del frío, ese frío húmedo que recorría las piedras y las pieles de Baelo sin intención de marcharse (¿qué creíais? ¿que me había ido?) y que se introducía por todas las rendijas hasta lo más hondo de cada uno, hasta el alma, sin que nada ni nadie pudiesen hacer gran cosa por sacárselo de dentro.

El día anterior, Claudia había abandonado la casa de Fulvio en medio de una especie de neblina etérea. Sus compañeros (¡¡sus compañeros!!) se habían visto obligados a sujetarla al recibir la noticia pues, ¡ay!, por Baco, casi se cae del susto. Mientras salía, sola, creyó distinguir la figura de Drusila a lo lejos, pero ni siquiera se acercó a saludarla.

Fedra. Fedra. ¡¡¡Fedra, Fedra, Fedra, Fedra!!! Aún no lo podía creer. Luego, al llegar a casa, Níobe le había transmitido un recado de parte de Lucio, con quien se había encontrado en el mercado. La buena mujer se inquietaba sólo con pensar en lo que podría ocurrirle si era descubierta en semejantes asuntos, pero Claudia sabía que, en el fondo fondo, en el mismo lugar donde se ocultaba el frío, a Níobe le encantaba su nuevo papel de alcahueta. “Esta tarde en las termas”. Muy bien, gracias, Níobe.

Ahora, mientras se acercaba al lugar señalado, pensaba, incluso con el dolor de cabeza que arrastraba, en cómo le daría las buenas noticias a Lucio. ¡Lo contento que se iba a poner al enterarse de todo! Así podría animarlo un poco porque, hacía dos noches, cuando entró en su habitación por la ventana, la noticia de su próximo matrimonio le había traspasado el hígado, aunque ambos la esperaban. Tendrían que aprovechar el tiempo que les quedaba.

Cuando por fin llegó a la entrada, se resguardó de los dañinos rayos de sol en el pórtico, acostumbrándose sus ojos a las sombras durante unos instantes. Después, cruzó el umbral y fue recibida, entre un ambiente de relajación y placer, por una mujer detrás de un atril. Ya se conocían, se habían visto antes, así que la estatua no opuso resistencia desde detrás del atril y Claudia pasó de largo. Siguió caminando por el pasillo, todo recto, en dirección al apoditerium. Hasta ella llegaban los vapores de la sauna, los olores de los perfumes y aceites, las charlas animadas y los grititos de diversión. Justo al final, prácticamente se chocó con la puerta de los vestuarios. Allí se despojó de todo cuanto llevaba encima, de todo excepto de la diadema que se había anudado en la frente para sujetar sus rizos. Desnuda, tomó una toalla y, dejándose guiar por el calor, llegó hasta el caldarium, donde se sumergió l-e-n-t-a-m-e-n-t-e en la piscina, sintiendo el agua caliente envolviéndola de la punta de los pies a los hombros.

Cerró los ojos y dio unos pequeños pasos a lo largo del estanque, mientras las puntas de sus cabellos se pegaban a su espalda. No había muchos bañistas ese día en la zona de agua caliente, sólo dos más y otra chica que se marchaba cuando ella llegó. Seguramente el calor exterior había animado a muchas a empezar por los baños fríos. Ignoraba qué haría Lucio para encontrarse con ella, pero supuso que ya habría pensado en algo. Tenían suerte de que las termas fueran mixtas, porque si no… A sus oídos habían llegado rumores verdaderamente escalofriantes (¡¡ssshhhhh!!): en la mayoría de las terminas del Imperio, los hombres y las mujeres se bañaban por separado, ¡e incluso en algunas a horas diferentes! Pero bueno, ellos no tenían ese problema. Mientras Baelo siguiera siendo tan pequeño, no construirían otras termas de mayores dimensiones, por lo que tendrían que continuar apiñándose (hombres y mujeres) a la hora del baño.

Ahora, sin embargo, no quería pensar. Ni en eso ni en nada. Los nervios y la angustia a los que había estado sometida durante los últimos días le habían agotado el cerebro de tal modo que necesitaba relajarse un poco. Una esclava se acercó por detrás ofreciéndole sus servicios, que ella aceptó gustosamente. Salió del agua y siguió los pasos de la masajista hasta que llegaron a una reducida sala abovedada y con pinturas en las paredes. Como único mobiliario, una camilla alargada ocupando prácticamente todo el espacio central. Claudia se tumbó boca abajo sobre ella y, sin decir palabra, la esclava comenzó su trabajo con parsimonia. Primero sintió una crema viscosa que, frente al calor que ella misma desprendía le produjo un escalofrío. Una mano, luego otra, dos manos se apoyaron en su espalda y procedieron a extender aquel ungüento por su piel desnuda. El agua caliente había hecho que sus poros se dilatasen y, así, la mezcla penetraba más fácilmente hacia el interior. Las manos continuaron su tarea. El siguiente paso fue añadir al inerte cuerpo de Claudia otro ungüento más. Éste no profundizó tanto como el anterior así que su piel quedó cubierta por una gruesa capa de aceite brillante y pegajoso. Sobre ésta, la masajista se encargó de aplicar otra capa más fina de arena, la cual se adhirió instantáneamente a la pomada inferior. Después, durante un rato, restregó la mezcla sobre la piel de Claudia con la única ayuda de sus manos y, para finalizar, cuando su cliente estaba a punto de quedarse dormida, cogió el strigilis y con él fue rasurando toda la mixtura hasta desprenderla por completo. Los escasos restos que lograron escapar del paso de aquel instrumento fueron eliminados también con un paño.

Claudia se levantó adormilada y observó sus brazos, que ahora presentaban unas rayas de colores a causa de la irritación producida por el strigilis. Agarró una toalla con su mano derecha y salió de la habitación, donde permanecía la esclava recogiendo todos los enseres que había empleado en esta ocasión. Con una energía renovada, se dirigió con la toalla inmaculada alrededor de su cuerpo, hacia la piscina descubierta. Las llamadas de atención del vendedor de salchichas, que momentos antes le habían llegado mitigadas por tabiques y puertas, se escuchaban ahora, ya sin obstáculos, por todo el recinto. Poco a poco, el ambiente fue perdiendo densidad y comprendió la proximidad de su destino. Con una energía renovada, aceleró el paso hasta llegar a un lugar al aire libre donde se aglomeraban la mayoría de visitantes esa tarde, bien en el estanque, descansando o braceando, bien bajo los pórticos, paseando o charlando. La mayor parte de los presentes eran hombres, pero ninguno pareció fijarse en la presencia de una joven detenida bajo el dintel de la puerta.

Cuando ésta localizó lo que buscaba con sus ojos inquisidores, se apresuró a ocultarse tras una columna de estilo corintio. Asomó su cabeza por uno de los laterales y lo miró. Lucio se hallaba dentro de la piscina, sentado sobre uno de los escalones que servían tanto para entrar como para salir de ella, y apoyaba los brazos sobre el bordillo de piedra. Alguien se encontraba a su lado charlando despreocupadamente, pero él tenía un cierto aire aburrido y dirigía su mirada hacia el cielo. Claudia sonrió mientras un mechón de su flequillo se desprendía sobre su frente. El agua los había unido y ahora el agua se encargaba de reunirlos de nuevo. Estaban predestinados a vivir siempre cerca del agua, como si de una dependencia se tratase. Le hubiese encantado despojarse de su toalla allí mismo y meterse en la piscina con él, pero sabía muy bien que, si hacía eso, podía dar por acabada toda su vida social. Así que esperó, no le quedaba más remedio.

Sin embargo, no tuvo que aguantar mucho tiempo. Instantes después, Lucio bajó la vista e inmediatamente la descubrió, observándolo risueña entre la gente. Le devolvió la ¿sonrisa? Con todas las personas que allí había, no podía permitirse mucho más. Con ciertos reparos, alzó la mano y, disimuladamente le hizo un gesto que ella comprendió sin problemas. El apoditerio. El vestuario. Muy bien. Pues allá se fue.

Nada más llegar, se sentó en un estrecho banco corrido a esperar a Lucio, que no tardó en llegar. En cuanto descorrió la cortina, unos brazos bronceados se lanzaron a su cuello.

-Les he encerrado. He atrancado todas las puertas a mi pado y les he encerrado. No podrán salir en un buen rato.- confesó debatiéndose entre la culpabilidad y la diversión mientras se tapaba la boca con una mano.

-¡Estás loco!- dijo ella, pero él ya no le oía. Había comenzado a besarla, a acariciarle los hombros, a arrancarle la toalla…- ¿Vendrás esta noche a mi cuarto?

-Haré todo lo posible.- le oyó murmurar con la cabeza hundida en su cuello.

-Tengo algo muy importante que contarte.- dijo Claudia mientras le abrazaba con fuerza y sonreía.

***

“Se cuece un pollo en garum, aceite y vino…” ¿Sí? Pues para adentro que se iba el pollo. “… se le añade una ramita de cilantro…” Oh, oh… cilantro…cilantro… ¿sería aquello que estaba en aquel frasquito de allí? Sería. Bueno, paso siguiente: “… y cebolla.” ¡Ah, no! ¡Eso sí que no! ¿Y empezar a llorar otra vez? No, no, no, de eso que se encargue Níobe. Ya está. Se acabó.

Claudia se aburría. Se aburría como una ostra de ésas que se pescaban en el Cantábrico, por eso había decidido bajar a la cocina a INTENTAR ayudar a Níobe a preparar el pollo con hojaldre y leche para la cena, aunque no tenía ni idea de cocinar, claro está. Una “jovencita de buena familia como ella” no tenía por qué rebajarse a realizar semejantes tareas. Para eso ya estaban los esclavos. ¡Si su madre la viera ahora, seguro que la sacaba de allí a base de chillidos…! En realidad, tampoco a ella le interesaba demasiado todo aquello, pero necesitaba mantener la mente ocupada unas cuantas horas mientras esperaba a ver si Lucio llegaba o no.

-Níobe…- se acercó zalamera a su espalda.- Ya no sé continuar. ¿Por qué no lo haces tú?

-Ya me parecía a mí, niña, que no serías capaz! ¡A saber lo que has hecho! Y si llega a entrar la señora…

-¡Ay, Níobe, no seas así! Pues para que veas que sí soy capaz de preparar un estúpido pollo, voy a continuar yo.

-¡Santa Juno, que el cielo nos ampare!

¿Por dónde íbamos? ¡Ah, sí! Por la cebolla. Bueno, qué le iba a hacer… Comenzó a partir una cebolla y no había llegado ni a la tercera capa cuando dos gruesos lagrimones asomaban ya a sus párpados. “Cuando esté cocido, se retira de su propia salsa…” ¡Uf, qué difícil! En fin.

-¡Niña! ¡¿Pero qué estás haciendo?!

-Pues lo que dice aquí, Níobe: retirar el pollo de su propia salsa una vez está cocido…

-¡Pero se saca el pollo, niña, no se tira la salsa! Anda, vete, vete… Lo que una tiene que aguantar a sus años…

Y expulsó a Claudia de la cocina con un par de palmaditas cariñosas. Ésta, riendo, se dirigió a su dormitorio. Sí, bueno, no sabía preparar un pollo, ¿y qué? Al fin y al cabo, ésa era tarea de los esclavos, no suya. Si le había pedido a la criada que le permitiera ayudar en las labores de la cocina era porque quería mantener su mente ocupada durante un buen rato, hasta que llegara Lucio. Estaba tan nerviosa por todo lo que le estaba pasando que tenía miedo de que se le notara. Había hojeado una y mil veces el pergamino que le había dado Fulvio, repasando cada párrafo una y otra vez, dejando desfilar las palabras por su mente, sonriendo casi sin darse cuenta cada vez que pensaba en lo que aquello suponía, en la suerte que había tenido. Se había hecho el propósito (hasta el momento fútil) de tranquilizarse un poco y tomarse las cosas con calma, llegando incluso a guardar el texto bajo el colchón. Pero la tentación era demasiado sublime…

¡Ves! Por eso había querido evadirse y se había plantado en la cocina con la sana intención de preparar algo sin que su familia se pasase luego cuatro días indispuesta. Sin embargo, no podía dejar de pensar en aquella fortuna que le había caído del cielo. Mientras permanecía en la casa, el estar apartada de Fedra se convertía en una tortura. Imaginar que ella con su voz, su cuerpo y la transformación de su alma podría hacer que volviese de nuevo a la vida era algo demasiado bonito, demasiado grande como para intentar olvidarlo tan fácilmente. Y ahora, en su habitación, teniéndola tan cerca, esta tortura se convertía en una presión en las sienes casi insoportable.

¿Y si lo mirase una vez más? Aunque sólo fuese para comprobar que se había aprendido bien el papel y no cometía errores… (Vamos, Claudia, conoces el papel de memoria, de principio a fin, desde el mismo día en que Fulvio te lo entregó). Ya, pero es que… Y esa esquinita de papel amarillento sobresaliendo por entre la tela no ayudaba mucho… Rápidamente, con un gesto limpio y cortante, como temiendo ser descubierta cometiendo un robo, arrancó las hojas de debajo de la cama y, alisando ligeramente los pliegos, se los acercó a la vista y comenzó a leer con voracidad.

Poco a poco, una sonrisa se iba extendiendo por su rostro y, más sosegada, fue separando las hojas de sus ojos hasta depositarlas sobre el lecho. Mientras trenzaba sus cabellos, continuó leyendo.

                “Fedra: ¿Qué es eso que los hombres llaman amor?
                Nodriza: Algo agradable y doloroso al mismo tiempo, niña.
                Fedra: Podría decir que yo he experimentado el lado doloroso.
                Nodriza: ¿Qué dices? ¿Estás enamorada, hija mía? ¿De quién?”

Claudia se recostó sobre un diván y, apoyándose sobre el costado, dejó las hojas a su lado, sobre el tapizado, para proseguir la lectura.

                “Fedra: Del hijo de la Amazona, quienquiera que sea.
                Nodriza: ¿Te refieres a Hipólito?
                Fedra: De tus labios has oído su nombre, no de los míos."

De repente, algo golpeó, aunque sin mucha fuerza, el alabastro de la ventana. 
                

1 comentario:

M.C.Latorre dijo...

Me da que la entrega de la semana que viene me va a gustar muuuucho :-)