Nota: te advierto que en el texto que estás a punto de leer hay errores tanto de estilo como ortotipográficos. Si quieres saber por qué, te recomiendo leer la entrada «Nota de la autora (la más difícil que he escrito nunca)». Si no te apetece, te la resumo: este texto está sin editar. Como una canción sin arreglos o una película que aún no ha pasado por posproducción. Escribí esta historia a los diecisiete años, y aunque podría corregirla ahora, he preferido no hacerlo para conservar su esencia. Si fueses pintor, ¿retocarías aquel dibujo que hiciste con cinco años, y que tu madre colgó en la puerta de la nevera? Probablemente no, porque ese dibujo es lo que te ha llevado hasta donde estás ahora. Fue el inicio de tu carrera, y es un recuerdo que quieres conservar. Lo mismo me ocurre a mí con Claudia, a pesar del pudor tan ENORME que me produce enseñártela así como está, en bruto.
Otra nota: la imagen que acompaña a esta entrada no es mía (ya me gustaría a mí tener semejante talento). Pertenece a Eduardo Barragán. Si no lo conoces, tiene un blog superinteresante, que te recomiendo visitar, en el que recrea con todo lujo de detalles la huella romana en el sur de la península ibérica, incluyendo Baelo Claudia.
Y ahora sí, por fin, aquí está el capítulo de esta semana. Recuerda que cada jueves podrás leer una nueva entrega en este blog. ¡Espero que te guste! ;-)
CAPÍTULO II
Se
despertó durante la segunda vigilia y se incorporó en el lecho. Afuera, todos
dormían y Baelo era una ciudad muerta. Sólo el sonido de algún grillo cantarín
venía a romper, de forma intermitente, el silencio de la noche. Más allá, el
ruido de las olas estrellándose estrepitosamente en la orilla. A oscuras, la
ciudad proporcionaba una sensación de serenidad que en nada se parecía a la
algarabía que tenía lugar durante el día. Sin pensárselo mucho, Claudia acercó
un taburete a la cama y descansó sus pies sobre él antes de levantarse
definitivamente, debido a la altura de la cama. Se asomó a la ventana y, tras
comprobar que no había nadie despierto ni en la calle, ni en su casa, atravesó
de puntillas todas las estancias necesarias para llegar a la puerta principal.
Abrió ésta con sumo sigilo y, tras echar de nuevo una ojeada a interior y
exterior, salió y la cerró con el mismo cuidado.
Una vez se encontró fuera,
echó a correr velozmente sin mirar a ningún lado, sólo de frente, de frente, de
frente. A esas horas de la madrugada, las piedras de los edificios eran de
color negro con reflejos de luna, y proyectaban sombras aterradoras y alargadas
por encima de la cabeza de Claudia, aunque no era eso lo que más le preocupaba.
Si por casualidad tenía la mala suerte de ser vista a tan intempestivas horas,
en ropa interior, semidescalza y corriendo sola por la ciudad, se habría metido
en un buen lío, por no comentar que su ya de por sí vapuleada reputación
quedaría maltrecha para siempre. Pero siguió corriendo y corrió y corrió, así
hasta que llegó a las puertas del teatro.
Después de subir unos cuantos
peldaños, atravesó un angosto pasillo palpando las paredes con las manos para
que la piedra no rozase su piel. La luz de la luna la iluminó de nuevo al dejar
el pasadizo y se encontró sola en mitad de las gradas dispuestas a la izquierda
del escenario. De un salto subió a él y, una vez allí, se fue dando la vuelta
poco a poco, fantaseando con un público a sus espaldas. Tenía la carne de
gallina, y no era precisamente por el frío o por el silencio aterrador de la
noche. Se imaginaba allí subida otras muchas veces, recitando de memoria un
texto cualquiera, la verdad es que ni siquiera le importaba cuál, sólo le
importaba sentirlo, deleitarse con la pronunciación de cada palabra, tener,
aunque por unos instantes, más poder que los dioses, poder para hacer reír o
llorar a los demás cuando le apeteciera, en definitiva, poder para manejar los
sentimientos de los demás a su antojo y disfrutar con ello. Sólo quería SENTIR.
Quería perder absolutamente la razón, si
es que no la había perdido ya. Quería conocer cuán agridulce es ese veneno al
que llaman “odio”, y lo que significa amar por encima de todo. Quería saber qué
sintió Medea al matar a sus hijos, lo que hizo que Casandra se comportara de un
modo tan extraño, padecer en sus entrañas el odio de Electra y la repugnancia
de Yocasta. Pero también quería reír, reír siempre, y que la gente riera con
ella. Quería morir sabiendo que unos segundos después volvería a despertar…
Quería tener el privilegio de poder vivir otras vidas además de la suya, de la
que le había sido impuesta… Todo aquello iba a ser muy difícil e iba a costarle
un esfuerzo sobrehumano, pero finalmente lo lograría.
En la ciudad casi nadie
se tomaba en serio el teatro y lo consideraban una mera atracción pública.
Incluso los actores interpretaban como si estuvieran borrachos después de un
gran banquete. Aquel hombre, el tal Plauto, sí, había hecho mucho por el
desarrollo de la comedia en Roma, pero habría que verle a él sentándose a crear
algo medianamente complejo. Y con los cristianos acechando, no digamos. No se
sabía adónde iría a parar todo aquello, pero se auguraba un final muy negro si
las cosas no cambiaban pron…
Un
ruido lejano interrumpió los pensamientos de Claudia. Éste venía acompañado de
pequeñas luces llameantes procedentes, sin duda, de un buen número de
antorchas. Las lucecitas eran cada vez más grandes, y el ruido cada vez más
cercano, así que abandonó el teatro dejando atrás las emociones que la habían
embargado momentos antes y se dispuso a esperar hasta que el enigma se
resolviera por sí solo al entrar en la ciudad. Agazapada junto al muro de una
casa cercana al foro, una idea (qué día era hoy, qué día era hoy…) cruzó por su
mente de forma repentina (¡¡¡los idus de octubre!!!) cuando el ruido (de
pasos marchados, ahora podía reconocerlo bien) y las luces se encontraban casi
a su altura, pero sólo logró balbucir, sin que nadie la oyera:
-¡Padre!
***
Frente
al templo de Isis, el galimatías de ciudadanos (y no ciudadanos) que celebraban
la fiesta militar de los trece días anteriores a las calendas de
noviembre, imposibilitaba la circulación por una de las vías más importantes de
la pequeña ciudad costera, la que ponía límite al foro en su parte norte. Hacía
sólo cuatro días desde que había acabado el período de combates por ese año y
los legionarios de Baelo habían regresado a su tierra. Ahora, era necesario
purificar las armas y simbolizar la muerte de la guerra mediante el sacrificio
del caballo de octubre. Las madres volvían a reencontrarse con sus
hijos, las esposas con sus maridos, los hijos con sus padres y las hermanas con
los hermanos, es decir, todas las familias que tuvieran algún miembro sirviendo
en el ejército por y para Roma, permanecerían juntas de nuevo hasta el próximo
mes de marzo, en el que se reiniciarían los combates. Era ésta, por tanto, una
época de unidad y celebraciones.
Uno
de los reclutas que había pasado su primera temporada fuera de casa y pretendía
ahora recuperar el tiempo perdido lejos del hogar, se acercó hasta la
escalinata de piedra que conducía a la entrada del recinto sagrado. Intentaba,
en vano, descubrir cuál era la razón de tanto revuelo. Dejándolo por imposible,
abandonó a la muchedumbre allí congregada y, sonriendo, se alejó en dirección
hacia el sur mientras sus ajetreados vecinos se cruzaban entre sí por delante y
por detrás de él. Siempre le había gustado pasear por Baelo en los días que
apretaba el calor, a pesar de los rostros sudorosos contra los que chocaba, a
pesar del hedor procedente de las factorías de salazón, incluso a pesar de la
picazón que los rayos del sol producían en su piel y en sus ojos, había algo
especial en la atmósfera de la ciudad en esos días, algo que podía percibirse
con tan sólo asomarse a una ventana, algo que parecía introducirse por todos y
cada uno de los poros de aquellas piedras tan antiguas.
Sin
saber cómo ni por qué, se vio a sí mismo caminando entre la multitud y llegando
hasta la muralla. Por pura inercia, atravesó las puertas de la ciudad y siguió
desplazándose en línea recta durante un rato. Después, sintió quemándole los
pies la arena ardiente de la ensenada que penetraba por cada resquicio de sus
sandalias, y un poco más allá, un soplo de frescor le azotó la cara mientras,
más abajo, la arena se notaba más húmeda debido, obviamente, a la casi
alarmante profundidad del mar. Lejos de sus oídos quedaba ya el clamor de sus
paisanos.
A
pocos pasos de donde él estaba situado percibió una presencia extraña que, a
juzgar por su expresión, debía de estar allí desde antes de que él llegara, sin
embargo no se había percatado hasta ahora. Giró ligeramente la cabeza hacia su
izquierda intentando disimular, en contraposición al descarado examen a que
estaba siendo sometido por parte de su acompañante. Sorprendido por lo que su
visión le reveló, observó, ya sin disimulos, no al niño malcriado o al anciano
solitario que hubiese esperado encontrar, sino a una muchacha algo más joven
que sonreía abiertamente y le miraba con curiosidad. Desde ese preciso instante
supo que uno de los recuerdos que ya nunca se le borraría y que se vería obligado
a llevar consigo al Hades cuando le llegara el turno, sería la magnífica
sonrisa de esa muchacha de cabellos cobrizos.
Así
fue como Claudia conoció a Lucio.
3 comentarios:
¡Se pone interesante! ������♥️♥️♥️♥️
Por fin he podido retomar la historia de Claudia.
Ya llega lo emocionante
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