Chicos, siempre que
alguien nos pregunta por qué vivimos en Tenerife, por qué finalmente fui yo la
que hizo las maletas y se plantó en una isla en medio del Atlántico con un
perímetro de trescientos cuarenta y dos kilómetros y un volcán que ocupa casi
la mitad, los dos nos apresuramos a dar la misma respuesta preestablecida. «Por
cuestiones de trabajo». «Porque Nino tenía un trabajo fijo en la isla, y yo no
tenía un empleo estable ni perspectivas de ello en ninguna otra parte».
Es
mentira, chicos. La verdadera razón por la que hice las maletas y me planté en
una isla en medio del Atlántico con un perímetro de trescientos cuarenta y dos
kilómetros y un volcán que ocupa casi la mitad no tuvo absolutamente nada que
ver con nuestras respectivas salidas laborales, y os la voy a contar:
No
es un secreto para nadie que los primeros meses de relación entre vuestro tío
Nino y yo fueron, de un modo inesperado y esperable a la vez, bastante
complicados. Y no solo debido a la distancia y al hecho de que únicamente podíamos
vernos de vez en cuando, en Oviedo o en Madrid, sino porque creo que a los dos
nos llevó nuestro tiempo asimilar que el otro ya no era solo un amigo virtual,
sino nuestra pareja oficial. Y, aunque hubo muchos momentos inolvidables a lo
largo de esos primeros meses, aunque ambos estábamos seguros de querer
intentarlo, de probar suerte y llevar nuestra relación un paso más allá, también
hubo muchos momentos incómodos, tensos y frustrantes.
Hasta
que llegó la Semana Santa de 2010, yo volé por primera vez a Tenerife para
pasar las vacaciones con vuestro tío y, entonces, todo cambió. Porque durante
aquellos cinco días increíbles me enamoré por completo del Nino de verdad, ese
que solo muestra con las personas que son dignas de toda su confianza. El Nino
que yo descubrí durante aquellas vacaciones jugaba en casa por primera vez, y
por eso berreaba canciones de Disney en el coche, bebía Aloe King por litros,
me preparó con sus propias manos un plato de costillas con papas, me convirtió
en adicta al mojo, me llevó a conocer todos los rincones en los que había
crecido y corrió bajo la lluvia de La Laguna solo para comprar un kebab en Casa Peter («el mejor de la
isla, amor, es el mejor de la isla. Tienes que probarlo») que acabamos
devorando en el bochorno asfixiante de la playa de Las Teresitas. Hizo que me
enamorara de esta isla sin remedio y de la persona que es él cuando está en
ella.
Nadie sabrá nunca lo mucho
que me costó subir al avión que me llevó de regreso a Asturias cuando las
vacaciones tocaron a su fin, ni la cantidad de veces que me di la vuelta en las
escaleras mecánicas del aeropuerto con la indecisión dibujada en la cara. Al
final me marché, claro, porque tengo el sentido de la responsabilidad
incrustado en el hipotálamo desde que nací, pero lo hice sabiendo que algún día
volvería para quedarme. Con la certeza de que cuando nuestros caminos pudieran unirse
en uno solo, lo harían en Tenerife. Que quería disfrutar de ese Nino todos los
días de mi vida. Que él no sería totalmente feliz en ningún otro lugar, y yo
tampoco.
Y así fue. Y así es.
1 comentario:
Señoritaaaaa me lo acabo de leer todo y sabes que yo soy de tener el libro en la mano!!! Fantástico... El siguiente capitulo cuando? 😁
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