Chicos, ¿recordáis ese
hueco enorme que hay entre dos edificios en la calle Argüelles de Oviedo? Ese
que queda justo enfrente de la trasera del Campoamor, donde os encanta brincar
sobre los peldaños y correr en torno al Carbayón 2.0. Pues en ese hueco, hasta
el año 2011, se alzaba uno de los edificios de la Universidad. Y desde el
portal de ese edificio, dos años antes de que se derrumbara estrepitosamente
para sorpresa de toda la ciudad, llamé «cariño» a vuestro tío Nino por primera
vez.
Fue un día en que
estaba pachucho, lo recuerdo bien. Me había escrito un mensaje a primera hora
de la mañana para avisarme de que había amanecido con unas décimas de fiebre,
pero que aun así había ido a trabajar. Vosotros ya conocéis las habilidades del
tío Nino en lo que a tecnología se refiere. Quizá sea cierta esa leyenda urbana
de que los hombres no son capaces de realizar dos cosas al mismo tiempo, pero
hay un caso concreto en el que esa norma no se cumple: el tío Nino es capaz de
escribir mensajes en el móvil mientras hace cualquier otra cosa con su vida.
Una vez, incluso, batió el récord de hacer no solo dos, sino tres cosas a la
vez: bajar unas escaleras, escribir un mensaje en el móvil y hacerse un
esguince. Es un crack vuestro tío
Nino, lo sé.
Pero vamos al meollo de
la cuestión: puesto que vuestro tío Nino es capaz de escribir mensajes en
cualquier situación, bajo cualquier circunstancia y desde cualquier lugar, haya
o no cobertura, aquel día me extrañó no volver a recibir ninguna otra señal por
su parte antes del mediodía. Así que decidí llamarlo por teléfono (por aquel
entonces aún no lo hacía a menudo. Bah, y ahora tampoco, en realidad. Lo mío
siempre ha sido la palabra escrita). Pues eso, que lo llamé. Y como estaba en
la calle, y era Oviedo, y en Oviedo siempre llueve, y aquel día no iba a ser la
excepción, y como no quería mojarme, ni que me mojaran los coches que
circulaban junto a mí, ni que el ruido del agua interfiriera en nuestra conversación,
ni que el paraguas molestara, me resguardé bajo el portal del número diecinueve
de la calle Argüelles, detrás de aquella columna puesta por el demonio que
afeaba el escaparate de la tienda oficial de la Universidad de Oviedo. Y sí, el
edificio terminó derrumbándose, pero no conmigo dentro, chicos, sino dos
septiembres después. Porque aquel edificio quejumbroso y renqueante sabía que
tenía que esperar a que una chica pelirroja con las botas encharcadas ―otra vez― marcara el número de vuestro
tío Nino para preguntarle cómo estaba y llamarlo «cariño» por primera vez al
encontrarse del otro lado de la línea una voz lastimera apagada por las
anginas.
Colgué tras una intensa
sesión de mimos telefónicos frente a un maniquí vestido con la camiseta del
equipo de rugby de la uni. Y poco
después, recibí un mensaje de vuestro tío Nino, a quien al parecer ya se le
habían pasado todos los males y volvía a ser el de siempre:
«¿Fue una alucinación
producto de la fiebre o me acabas de llamar ‘cariño’?».
Se suponía que él era
el miembro empalagoso de la relación, el zalamero, el romanticón, por lo que se
estuvo riendo de mí y de mi lapsus lingüístico-afectivo durante días, pero ya no
dejé de llamarlo así.
Además, la broma
tampoco le duró demasiado: tan solo dos semanas después llegó Venecia, y su
desliz superó con creces al mío. Aunque la venganza es un plato que se sirve
frío, yo me lo tomé tibio y lo saboreé igual. Pero eso da para otro capítulo…
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