Chicos, vuestro tío Nino me dijo que me quería por primera vez (sin la coletilla en la que especificaba que “solo como amiga”) en Venecia, algo que, se mire por donde se mire, no puede resultar más romántico. El problema es… que vuestro tío no estaba allí. Solo yo estaba en Venecia.
Unos días antes, me
había visto obligada a salir de la burbuja de amor que estaba empezando a
compartir con Nino para embarcarme en el viaje de fin de carrera que mis
compañeros y yo llevábamos meses planificando: un crucero por el Adriático y el
Egeo que zarpaba, precisamente, desde Venecia.
Allí, mientras
arrastraba conmigo la inexplicable sensación de echar de menos el tacto de
alguien a quien no había tenido ocasión de acariciar jamás, en una de las
calles aledañas a la Piazza San Marco, rodeada de soportales y de turistas,
entre una librería de segunda mano y una joyería especializada en cristal de
Murano, recibí el mensaje que cambió para siempre el curso de nuestra relación.
Un mensaje en el que, por azares del destino, vuestro tío no decía que me amaba
de forma premeditada y consciente, sino que se le escapó en un juego de
palabras. En el momento en que lo leí, las hordas de turistas que me rodeaban
frenaron en seco; el tiempo se detuvo en seco; yo me paré en seco. La hermosura
de Venecia dejó de existir. Y, mandando a la porra el roaming, le envié dos mensajes, uno tras otro.
El primero, como no
podía ser de otra forma, fue para burlarme por su desliz.
El segundo fue mucho
más breve.
«Yo también a ti».
A partir de ese momento,
el resto del viaje se convirtió en una amalgama sin sentido de lugares a los
que soñaba con volver algún día con vuestro tío Nino y de recargas de la
tarjeta prepago que pudiesen hacer frente a las despiadadas tarifas de
comunicación desde aguas internacionales.
Y ese es el motivo por
el que los dos siempre tuvimos claro que, aunque fuese en otras aguas y bajo
otra bandera, nuestra luna de miel, esa para la que contamos los minutos,
transcurriría a bordo de un crucero.
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