Chicos, en agosto de
2009, para cuando regresé de mis vacaciones estivales en el sur y vuestra tía
Zoe ya me había calentado la cabeza cuanto quiso respecto a lo contenta que estaba
y lo conveniente que resultaba darle por fin una oportunidad a vuestro tío
Nino, habían sucedido dos cosas: por un lado, yo había descubierto de repente
que me gustaba Nino, que me gustaba un montón, que me gustaba más que a un
tonto un lápiz (en realidad, eso ya lo sabía desde mucho tiempo atrás. Desde
aquellos tiempos en los que bajaba corriendo de la facultad y esperaba sin uñas
a que el icono del perenquén apareciera como «conectado») y que estaba
dispuesta a no hacerle esperar más. Por otro lado, vuestro tío Nino había
comprendido que era absurdo seguir esperando algo que nunca iba a llegar, había
caído del guindo al fin y… se había echado novia.
Mis planes de
seducción, cuidadosamente planificados durante todo un verano, se fueron a
pique en menos de un minuto con un único mensaje: «Subimos de categoría, así
que este año volveré a jugar en Asturias. Espero que podamos vernos al fin,
pero, sobre todo, aunque ahora esté con otra persona, espero poder darte ese
beso que necesito darte desde que te conozco».
Chicos, si hay algo que
le gusta en el mundo al hacker
consumado de Nino es todo ese rollo de encriptar información. Y no me negaréis
que en esas treinta y nueve palabras hay mucha información encriptada (por no
hablar de alguna otra totalmente explícita). Viví analizando el contenido de
ese mensaje durante días. Lo leí, lo releí y lo volví a leer. Lo contemplé del
derecho y del revés; sopesé la intención encapsulada detrás de cada sílaba. Y,
finalmente, supe lo que tenía que hacer. Lo único que mi corazón quería hacer,
en realidad: volvió el perro del hortelano.
Después de haber sido
el indiferente destinatario de las atenciones de Nino durante casi dos años y
medio, el perro del hortelano comenzó la mayor campaña de acoso y derribo que
las nuevas tecnologías han tenido el privilegio de presenciar jamás, y que
vuestro tío Nino aún recuerda con cariño y con una dosis mortífera de la
estupefacción con que vivió aquellos días de finales de agosto en los que,
contra todo pronóstico, la chica de sus sueños empezó a hacerle caso de
repente. A él. Porque sí.
No
hace falta decir que aquella otra relación no prosperó, claro. El perro del
hortelano jamás se detiene hasta lograr sus propósitos, y en aquella
oportunidad se esmeró a fondo en conseguirlos. Vamos, que hasta que vuestro tío
no dejó a aquella novia repentina que había aparecido inesperadamente en su
vida, no paré. Lo único que puedo decir en mi defensa, chicos, es que esa chica no era
una buena persona, y mucho menos era una buena compañera para vuestro tío. Creedme
cuando os digo que, a excepción de Nino, el Patidifuso, nadie sufrió durante la
narración de este capítulo.
Ese fue el instante en
el que por fin, por primera vez en más de dos años, nuestros relojes se
coordinaron. Aunque durante un tiempo todavía ninguno de los dos se atrevió a
expresarlo de forma abierta, los dos sabíamos que el momento de estar juntos
había dejado de ser una quimera absurda e irracional y que estaba cerca,
condenadamente cerca. Que el momento de estar juntos, aunque ninguno de los dos
osara decirlo en voz alta, había llegado.
Y así termina el relato
de la última vez que este condenado perro del hortelano hizo llorar a vuestro tío.
La diferencia con la ocasión anterior es que en esta las lágrimas solo fueron
de alegría…
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