(Primera publicación en este blog: 15 de
septiembre de 2009)
—Todo empezó por unas
bragas.
—¿Unas bragas?
—Sí, te lo juro. Todo
fue culpa de unas bragas.
—¿Me estás diciendo que
te has vuelto una devoradora de hombres por culpa de unas bragas?
—Shhh. ¡Baja la voz! No
me he vuelto una devoradora de hombres. Es solo que… Bueno, que ahora me como
más roscos que antes.
—No. Es que ahora te
comes alguno, criatura. Es una diferencia sutil pero importante.
—Bueno, como tú digas.
¿Quieres oír la historia o no?
—Por supuesto.
—Pues eso. ¿Cuánto
hacía que no estaba con nadie? ¿Un año? ¿Más?
—Casi dos, cariño. Casi
dos laaargos años.
—Dos, tú lo has dicho.
Y no pongas esa cara que tampoco estaba tan insoportable.
—Si tú lo dices…
—¿Sigo?
—Sigue.
—Llevaba dos años sin comerme
un colín, a excepción de aquel affaire
de madrugada que ni siquiera recordaba a la mañana siguiente. Por un lado no me
preocupaba mucho. Todo el mundo tiene derecho a lamerse las heridas el tiempo
que haga falta, ¿no? Pero por otro… Tú sabes cómo me sentía. Como si fuera un
cervatillo invisible en mitad de la vía y los trenes me arrollaran sin
provocarme dolor. Como si necesitara que alguien hiciera el cambio de agujas,
me rescatase a hombros y me pusiese una tirita en el corazón. Y entonces aparecieron
esas bragas.
—Esto se pone
interesante.
—Lo es. Hacía mucho
calor aquel día. Julio arremetía contra los bañistas como un siroco sin tregua,
y yo no estaba de ánimos para luchar contra el salitre ni los sofocos. Así que
me fui al centro comercial; nada mejor que un lugar amplio, sombrío y con buen
aire acondicionado para pasar la tarde. Y allí, en una tienda de saldos,
encontré las bragas.
—¿Y cómo eran? Porque
ya me tienes en ascuas con todo el asunto de las bragas…
—Eran unas bragas de
esas que en los desfiles de moda llaman lencería fina pero que entre amigas son
consideradas bragas de golfa. Estaban rebajadas, en el revoltijo del cajón de
los stocks, y yo las acaricié casi sin darme cuenta. Eran tan… especiales. Me
quedé embobada contemplándolas. Eran las típicas bragas que te encantaría que
alguien te viera puestas para dejarlo petrificado en el sitio.
—Sí, sí, ya sé a qué
bragas te refieres…
—Las sostuve entre mis
manos. Eran de mi talla. De mi color. De mi tela. Eran perfectas para mí. Había
visto bragas así muchas veces antes, pero siempre me había asaltado esa punzada
de tristeza al tocarlas. La de pensar que él ya no me las vería puestas nunca
más. O que, en las condiciones actuales, no debería estar pensando en algo tan
lejano e improbable como que alguien se quedara sin habla por mis bragas. Sin
embargo, esta vez fue diferente.
—No puedo con tanta
intriga. ¿Por qué fue diferente? ¡Vamos, habla!
—Porque mientras
acariciaba la seda transparente, por primera vez en todo este tiempo (¿dos años
dijiste? ¡Wow! Dos años), no fue su
imagen la que me golpeó y me dejó hecha polvo. Ni siquiera la incertidumbre de
no saber si alguna vez volvería a tener la oportunidad de parecerle sexy a alguien. Tan solo tuve el firme
convencimiento de que así sería. Que la persona adecuada aparecería en el
momento oportuno. Que se quedaría patidifuso al verme en ropa interior. Y,
sobre todo, que ese alguien ya no sería él. Tenía todo mi futuro pasando ante
mis ojos, aferrada a las bragas del cajón de los saldos, y en ese futuro yo no
estaba sola, como ahora, ni tampoco con él, como antes. Estaba como quería
estar. En la mejor compañía.
—Dios mío, voy a
llorar…
—En ese momento, me di
cuenta de que lo había superado. Y ahora… Bueno, el resto de la historia ya la
sabes. […]
Chicos,
aquella noche de julio de 2009, la noche del día en que esperé una cola
infernal en las rebajas de cierto centro comercial solo para comprar unas
bragas que había encontrado en el cajón de los stocks; la noche del día en que sentí que mi alma, entumecida por
los golpes, comenzaba a salir de verdad de su letargo, soñé con vuestro tío
Nino. Y cuando desperté, supe lo que debía hacer con mi vida. Había decidido
estar sola por voluntad propia durante un año y medio, y no hay nada mejor que
estar solos por primera vez para darnos cuenta de la clase de persona que
queremos que camine junto a nosotros. Incluso aunque eso implique descubrir, como
sucedió en esta ocasión, que la persona que queremos que esté a nuestro lado ya
lleva ahí mucho tiempo.
El problema es que a
vuestro tío Nino y a mí siempre se nos ha dado fenomenal eso de ir a destiempo.
Pero no adelantemos acontecimientos…
No hay comentarios:
Publicar un comentario