Chicos, como ya os habréis dado cuenta, dentro de
la historia de cómo conocí a vuestro tío habitan otras muchas historias. La de
hoy habla de un puñado de canciones desafinadas, de unas botas llenas de agua
de lluvia y de cómo vuestro tío Nino y yo oímos nuestras respectivas voces por
primera vez.
Ya os he contado que vuestro tío Nino y yo
intercambiamos números de teléfono apenas unos días después de conocernos en
aquel foro cavernícola, pero cada uno de nosotros sentía el suficiente apego
hacia su dignidad como para no ser el primero en marcar el del otro. Así que,
durante el primer mes de nuestra no-relación, nos limitamos al Messenger (qué
tiempos aquellos…), a los SMS (qué tiempos aquellos…) y a los correos
electrónicos (qué tiempos aquellos… ¡y estos! Porque dicen los sabios que todo
pasa, nada permanece… ¡excepto el e-mail!).
El problema es que uno
no sabe lo que tiene hasta que lo pierde, y está claro que esa gran verdad
debió de formularla alguien a quien se le colgó Internet durante más de
veinticuatro horas seguidas, porque exactamente eso fue lo que le pasó a
vuestro tío Nino en abril de 2007: se quedó sin conexión durante casi una
semana. Y fue entonces cuando mi presunta dignidad saltó por la ventana y
decidió que la nostalgia y las ganas de hablar con él eran mucho más fuertes.
Una tarde de miércoles lluviosa
(como todas en Oviedo, en realidad), al bajar de la facultad, respiré hondo,
conté las monedas que tintineaban en mi billetera y marqué por primera vez su número
desde una cabina a dos manzanas de mi casa, con el paraguas en precario
equilibrio sobre un hombro, los pies empapados, la carpeta con los apuntes de
clase sujeta entre los muslos, el pelo encrespado y el móvil, que tenía la
agenda abierta por la letra N, en la mano (era una kamikaze, lo sé). Porque,
chicos, en la primavera de 2007, tanto vuestra tía Clara como cualquier otro
ser humano racional se hubiese dejado electrocutar por un rayo antes que
invertir todo el saldo de su tarjeta prepago en una única ―y, por aquel entonces,
costosísima―
llamada. En aquellos tiempos remotos, por todos era sabido que los cinco euros
de rigor de cada recarga debían estirarse hasta donde el dios de los SMS
tuviera a bien permitirlo, y que para las llamadas ya estaban el teléfono fijo
de casa (descartado cuando querías un poco de intimidad y esquivar alguna que
otra pregunta inoportuna, como en este caso) y, por supuesto, las cabinas
públicas.
Nino descolgó al tercer
pitido mientras yo tiritaba por el frío y por los nervios, y esa fue la
primera vez que escuché la voz de vuestro tío. Sin embargo, chicos… no fue la
primera vez que vuestro tío Nino escuchó la mía.
Para mi absoluto
bochorno, unos días antes (justo antes de que se quedara sin Internet y pudiera
darme su veredicto), yo había cometido la insensatez de enviarle una maqueta grabada
en el trastero de los abuelos, un cassette
casero en el que vuestra tía Berta y yo destrozábamos algunos de los mayores greatest hits de la historia de la
música. A aquel proyecto, por cierto, le pusimos por nombre Anplá Namber Chu (el volumen I había
sido grabado el verano anterior en una tarde muy loca y muy aburrida).
Sí, chicos. Lo primero
que vuestro tío Nino oyó de mis labios fue esa desafortunada versión de Clavado en un bar que todos conocéis y
de cuya existencia nunca me arrepentiré lo suficiente.
¿Y sabéis qué fue lo
primero que me dijo Nino, más nervioso que yo, en aquella tarde lluviosa de
miércoles? ¿Sabéis lo que me dijo con esa voz suya tan peculiar (demasiado grave para
alguien que habla tan bajito; demasiado aguda para alguien que mide casi dos
metros y pesa más de ciento veinte kilos), y que ese día reverberó en mis tímpanos por
primera vez mientras las plantas de mis pies comenzaban a nadar en el interior
de mis botas? «¡Vaya! Qué voz más dulce tienes por teléfono. No me la esperaba
así. Después de oír la maqueta, puedo afirmar que dices más tacos por minuto
que cualquier otra persona que haya conocido nunca».
Y yo, que soy una
rockera que bebe whisky y dice tacos,
pero también una sentimental, olvidé que era una mujer comprometida los
segundos suficientes para ponerme colorada bajo la lluvia y, finalmente, colgar
con una sonrisa en los labios y las botas anegadas de agua.
Tuvieron que pasar por
lo menos cuatro días hasta que las pobres botas se secaron del todo,
abandonadas a su suerte bajo el radiador del cuarto de baño en la casa de los
abuelos. Pero mereció la pena. Porque incluso hoy, más de nueve años después,
vuestro tío Nino siempre se acuerda de ellas cada vez que vamos juntos a Oviedo
y paseamos de la mano por delante de aquella cabina telefónica.
4 comentarios:
Supongo que ya lo sabes, pero no está de más que te lo diga: estoy enganchadísima. Siempre me sabe a poco :(
Muaaaack!
Que bonito!! Me recuerda mucho a mi primer novio, nos conocimos muy parecidos jejejeje y con mi marido también pillé messenger, los sms y emails 😂
¡Gracias, Irdala! Aún quedan unos cuantos capítulos, vas a poder recrearte, jejeje.
Es fantástico, Mirian. Una de las mejores cosas de esta experiencia de compartir nuestra historia es comprobar cuánta gente se siente identificada con ella porque vivió algo similar. ¡Muchas gracias por pasar por aquí! ;)
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