El episodio de las botas encharcadas es uno de
los mejores recuerdos que conservo de aquella época alocada en la que vuestro
tío Nino entró a formar parte de mi vida.
Y eso a pesar de que, contra todo pronóstico, fue uno de los últimos.
Chicos,
que soy una mujer con algunas virtudes, pero también con un buen puñado de
defectos, es algo que no os pilla por sorpresa (para eso está vuestra abuela
encargándose de recordarlo siempre que se tercie). En mayo de 2007, a punto de
cumplir los veintidós, yo creía que ya me conocía a mí misma lo suficiente como
para saber cuáles eran todos esos defectos, pero lo cierto es que me equivocaba.
Porque resultó que esa primavera descubrí que, además de rencorosa, testaruda,
orgullosa, introvertida y con tendencia al melodrama, yo era el perro del
hortelano.
Los
ánimos a mi alrededor, para qué negarlo, estaban caldeados. Después de un mes
de abril de ensueño, mayo se presentó con una bofetada de realidad: ni Nino era
mi pareja ni yo podía seguir evadiendo el hecho de que ya tenía una.
La cuerda se empezó a
tensar por ambas partes hasta que, poco tiempo después, se rompió por el lado
más débil. Pero no, no os vayáis a pensar que se debió a un oportuno y
civilizado brote de raciocinio y magnanimidad consensuado por todos. La cuerda
la rompí yo, de la peor manera posible, y lo hice por celos. Los celos más
abrasadores que he sentido nunca. Los celos que vuestro tío Nino (sí, sí, ese
mismo tío Nino. El que parece que no ha roto un plato en toda su vida) empezó a
azuzar en mi interior de forma sibilina. Y yo, que ni como ni dejo comer, ni
estoy fuera ni estoy dentro, decidí resolver la situación de la única forma
saludable que se le ocurrió a mi yo de menos de veintidós años: montando un
pollo del quince y despidiéndome de vuestro tío, aparentemente para siempre,
justo antes de eliminarlo de mi Messenger, mi cuenta de correo y mi teléfono.
Y, chicos, para la gente de mi generación, que te eliminaran del Messenger era
la peor catástrofe que te podía suceder. Algo todavía más terrorífico que
gastarte todo el saldo de la tarjeta prepago en una única llamada.
Llena de dolor, de
rabia, de nostalgia y de un ponzoñoso anhelo por lo que pudo haber sido y ya
nunca sería, seguí con mi vida, mi vida sin Nino, y así termina el relato de la
primera vez que este condenado perro del hortelano hizo llorar a vuestro tío.
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