Chicos,
hace un rato os conté que conocí a vuestro tío Nino en la primavera de 2007,
pero que esta historia no comenzaba ahí. A veces, cuando a mi memoria le da por
recordar, trato de buscar ese sutil disparo del destino en el que todo el
engranaje comenzó a funcionar para que dos cuerpos separados por una distancia
de más de dos mil kilómetros tropezaran por casualidad. En mi cabeza hay
fechas, números, momentos, pero resulta casi imposible detectar cuál fue la
pieza exacta que dio comienzo a ese rompecabezas cósmico en el que ambos, aun
sin saberlo, nos esforzamos por tratar de encajar durante años.
Tengo que reconocer que
una parte de mí, esa parte metódica y racional de la que nunca lograré
desprenderme del todo, cree a pies juntillas que a todo efecto debe corresponderle
un fogonazo previo, un detonante exacto susceptible de ser acotado y medido. Un
Big Bang.
En ocasiones pienso que
mi Big Bang fue la Navidad de 2005. O tal vez no. Quizá mi Big Bang fue la
explosión turbulenta que tuvo lugar en septiembre de 2003. O a lo mejor, si
remontamos un poco más la corriente del tiempo, es posible hallar algún otro
marcador temporal, como aquel invierno de 1999, en el que tú, Alma, aún no
habías venido al mundo, y en el que vuestros abuelos se enteraron de que yo,
vuestra tía Clara, quería ser actriz. Porque
fue ese descubrimiento, ese apremiante deseo adolescente que durante años
carcomió mis vísceras de forma sutil, el único culpable de que yo, con
dieciocho años recién cumplidos y el corazón roto tras un primer desengaño,
hiciese las maletas durante la explosión turbulenta que tuvo lugar en
septiembre de 2003 y me plantase en otra ciudad, cargada con tanta inocencia
que no quedaba espacio para el miedo entre las cajas de aquella primera
mudanza.
En esa otra ciudad, que
dejó de serme ajena muy pronto, crecí, grité, reí, lloré, sentí, sufrí, viví
todo lo que se puede vivir, me volví a enamorar como una demente, o como una
imbécil, o puede que como las dos cosas, y volvieron a romperme el corazón más
veces de las que caben en setecientos treinta días. Dos años después, con mi
sueño hecho pedazos y, esta vez sí, con un montón de cajas y de maletas
repletas de dolor y de angustia, volví a casa cansada de malvivir de
esperanzas vanas, de mendigar las migajas de un amor que ya nunca sería lo que
una vez había sido, enganchada a la metadona de un teléfono que solo sonaba cuando
los astros se alineaban, perdiéndome a retazos por el camino de mi pasado, mi
presente y mi futuro, hasta que el día de Navidad de 2005 todo saltó por los
aires.
A pesar de
todo, no fue el the end definitivo.
Nadie es capaz de dejar la metadona de un día para otro, eso es algo que
aprendí a costa de inyectarme lágrimas en vena. Sin embargo, entre los lodos de
aquel estruendoso Big Bang había comenzado a gestarse el germen, casi invisible
todavía, de eso por lo que mañana, delante de un juez de paz, de vosotros
cuatro y de todos los que quieran acompañarme, estoy dispuesta a firmar: el
amor de vuestro tío Nino.
4 comentarios:
¡Qué placer leerte!
Me quedo esperando con ansia la siguiente entrega :)
Menos mal que sé que tengo a gente amable como tú del otro lado de la pantalla, Irdala, porque me está dando una vergüenza tremenda todo esto, jejeje. ¡Nunca pensé que escribir (y publicar) sobre una misma sería tan complicado y que daría tanto pudor!
Hablas de ti! De verdad hablas de ti! Y lo haces magistralmente. Claro, que no puedes hacer otra cosa pues llevas a la maestra en las venas. Me fascina, una vez más, esa forma tuya de hablar y narrar con las palabras justas para convertir el discurso en un ejercicio de didáctica y a la vez en un hermoso y metafórico relato.
Nunca sobra ni falta nada...
Me declaro adicta a todo lo que haces!
Sí, Esther. Por primera vez en más de ocho años de carrera, hablo de mí, jajaja. Y nunca pensé que sería tan difícil... Así que me alegra que estés disfrutando de mis letras, porque yo las siento terriblemente desnudas...
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