Chicos, toda ruptura
traumática, además de seguida de un período de duelo y de imprecaciones,
siempre va acompañada, de forma ineludible, de lágrimas. Y las lágrimas se
secan con un clínex, a ser posible en forma de buen chico, comprensivo y
generoso. Mi clínex fue el chico de la camiseta azul.
Aunque hoy no me sienta
orgullosa de que nuestra relación quedara reducida a unos cuantos restos de
celulosa empapada, sé que tuvo que pasar y no me arrepiento. Porque el chico de
la camiseta azul me enseñó muchas cosas, como cuánto puede sanar una sola
mirada a una persona abatida por los golpes, lo racionales que pueden parecer
algunas locuras cuando dos personas padecen los mismos síntomas o lo fácil que resulta
que las cosas marchen bien en una relación sin que nadie tenga que hacer cada
día un esfuerzo titánico para que no se vaya por el desagüe.
El chico de la camiseta
azul me enseñó todo eso, pero también me enseñó la lección más grotesca que
aprendí en mi juventud: que los seres humanos somos naturalmente gilipollas
antes de cumplir los veinticinco. ¿Os acordáis de la metadona? Volvió. Y yo me
pregunté qué tal sería inyectarme de nuevo solo unos mililitros más. Y el chico
de la camiseta azul sufrió. Y empecé a recibir ramos de flores y
paquetes de regalo con orígenes distintos, y mensajes en el móvil a las cinco de la
mañana. Y la celulosa se empapó más y más. Y me vi a mí misma en la tesitura de
tener que elegir entre lo malo conocido y lo bueno por conocer, cuando, en el
fondo, todos sabíamos que la decisión estaba tomada desde que la metadona se había
presentado de nuevo ante mi puerta. Y, al final, como no podía ser de otra
manera tratándose de mí, el malo ganó al final. El chico de la camiseta azul se
esfumó. Y mi cerebro cortocircuitó.
Pero justo antes de que
yo cortocircuitara, justo antes de que el chico de la camiseta azul se
desvaneciera y justo antes de que la metadona ganara la batalla, cuando todavía
me hallaba en pleno dilema moral conmigo misma, sucedió algo. Una de vuestras
tías (hablan tanto y tan rápido que ahora mismo ya no sé cuál de ellas fue), compadeciéndose
de mí, quiso echarme un cable. O una maldición gitana. O una premonición, no lo
sé, porque sus palabras textuales fueron: «Menudo panorama. Solo falta que aparezca
un tercero y termine de volverte loca».
Llamadla bruja, porque,
contra todo pronóstico, tan solo unos días después el tercero llegó. Y, por un capricho inexplicable del
destino, ese es el hombre con el que me voy a casar mañana.
2 comentarios:
Sigo aquí, ¿eh?, fiel a ti y a la historia.
Muack!
Siempre incondicional :). ¡Gracias!
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