La caída del telón indicó, poco
después, que la función iba a comenzar. Se hizo el silencio más absoluto en las
gradas y, en las últimas filas, los vendedores decidieron retirarse
discretamente con sus productos sobre las bandejas. En el cielo, las nubes se
habían teñido de un color púrpura que señalaba la proximidad de la noche. En
pocos minutos, todo quedaría cubierto de una densa capa de oscuridad.
Tras
el frons scaenae, Fulvio, el hombre imperturbable, daba las últimas
órdenes a los miembros de su compañía. Ciertamente había realizado una gran
obra con aquel montaje. Todo, hasta el más mínimo detalle, había sido cuidado
al máximo bajo su supervisión. El vestuario, el maquillaje, las máscaras, los
escasos útiles que debían añadirse al decorado, la dicción… Durante días había
permanecido encerrado en su taller, preocupándose de que todo estuviera listo a
tiempo y ahora que por fin había llegado el gran momento, el cansancio no le
permitía disfrutar todo lo que hubiese querido de la puesta en escena. Aunque,
por otro lado, esto también tenía su lado bueno, ya que así se ahorraba unos
cuantos nervios. Veía a su alrededor a todas aquellas personas que le habían
ayudado a salir adelante, los actores incondicionales que no se habían
acobardado ante el cambio de fecha del estreno, los amigos amantes del arte y
la cultura, como él, que siempre se hallaban dispuestos a ofrecerle su ayuda y
que, en aquella ocasión, por supuesto, tampoco habían querido faltar; los
esclavos sumisos (entre ellos Drusila) que le acompañaban en cada nueva
aventura que emprendía… Y hablando de Drusila, podía verla ahora conversando
con Claudia, justo detrás de una de las columnas del frons scaenae. Claudia…
Había sido un
auténtico golpe de suerte contar con aquella niña, y una delicia trabajar a su
lado, verla progresar día a día, pulirla poco a poco, así como poder observar
su permanente alegría, su compañerismo, puntualidad y pulcritud en el trabajo.
Finalmente, había llegado la hora de enseñarla al público, de mostrarle al
mundo lo que era capaz de hacer cuando se subía a un escenario, aunque nadie
llegase a saber nunca que el actor elegido por Fulvio para interpretar a Fedra
en las fiestas de Carmenta era en realidad una mujer, y no una mujer
cualquiera, sino nada más y nada menos que la hija del general Claudio. Le
extrañó la espesa capaz de maquillaje que cubría su cara, dado que saldría a
escena con máscara, pero el agotamiento mental que sentía no le dejó pararse a
pensar en cuál era el fin.
Claudia, apoyada
sobre la misma columna y con el corazón palpitándole a una velocidad poco
usual, contaba los segundos que faltaban para que el coro se posicionase en el
escenario. Hacía un momento que Drusila se había aproximado a ella para darle
ánimos y desearle buena suerte. ¡Pobre amiga! No sabía nada de lo que iba a
ocurrir y seguramente se enfadaría mucho al enterarse de su marcha, pero ya no
importaría nada porque no volvería a hablar con ella nunca más. ¡Cuánto la iba
a echar de menos! Aunque en los últimos tiempos la había aislado un poco de su
vida debido a sus múltiples ocupaciones (y secretos que le era obligado
guardar), ya comenzaba a echar de menos sus encuentros matinales y sus charlas
sobre las aspiraciones que ambas tenían en la vida.
Pero bueno,
había que seguir adelante, y ése no era el mejor momento para ponerse a
reflexionar. Los integrantes del coro ya se encontraban en sus puestos, el
público en silencio, sus compañeros preparados y… (respira…, respira…) ¡YA! Se
colocó la máscara y se empujó a sí misma hacia el escenario, y todos los
sentimientos que la habían invadido instantes antes se agolparon en su pecho cuando
vio que sus pies tocaban ya la madera del suelo. Levantó la vista y no vio
nada. ¡Sabía que estaban allí, que la miraban, que las gradas se hallaban a
rebosar, pero ella no los veía! Eso la ayudó a continuar hacia delante y…
(respira…, respira…)
“Fedra: ¿Qué es eso que los hombres llaman amor?
Nodriza: Algo agradable y doloroso al mismo tiempo…”
***
¿Qué era?
¿Había algo en el aire? ¿Sería el repentino cambio en las temperaturas? Por
alguna extraña razón que nadie acertaba a comprender, cada vez que aquel chico
abría la boca para pronunciar una palabra, el público enmudecía más aún. ¿Quién
era el chiquillo y de dónde lo había sacado Fulvio? ¡Bah! Seguramente era eso:
el clima, que hacía ver las cosas distintas a como eran en realidad. Pero
entonces, ¿por qué sólo ocurría cuando hablaba el chico, cuando hablaba Fedra?
¿Por qué conseguía que, sin decir nada del todo importante, a todos se les
pusiese la piel de gallina? ¿Por qué?
Se sentían
transportados en el ambiente, como si una fuerza tirara incesante de ellos y los
transportara a un lugar desconocido, a un palacio… Sí, eso es. A un palacio
donde estaban teniendo lugar las mayores atrocidades. Un palacio en una isla de
Creta. ¡Por Apolo! ¿Qué estaba ocurriendo? ¿Qué era aquello? ¡Qué sensaciones!
La gente se mordía las uñas, apretaba los puños e, incluso, llegaba a cerrar
los ojos en determinados momentos.
***
“Corifeo: ¿Vas a cometer algún mal irremediable?
Fedra: Morir; ya pensaré de qué modo.”
En ese
momento, alguien entre el público gritó:
-¡No! ¡No lo
hagas!
Claudia, desde
el escenario, se giró levemente y pudo ver a algunos de los ocupantes de la
primera fila con sus ojos aterrados clavados en ella. ¡Lo estaba haciendo!
¡Vaya! Aquello estaba resultando aún mejor de lo que habría podido esperar. No
quería salirse del personaje pero, por dentro, a duras penas podía reprimir la
risa. En algún lugar de las gradas, Lucio sonreía con ella. Ya había dispuesto
todo lo necesario para la partida. Esa noche, Claudia saldría del teatro con él
y huirían para no regresar jamás. Continuó:
“Corifeo: ¡No digas eso!
Fedra: Y tú, aconséjame bien. Daré satisfacción a
Cipris, que me consume, abandonando hoy la vida:…”
Claudia creyó
que ya había llegado el momento adecuado, así que, poco a poco, fue alejando de
su rostro la máscara que lo ocultaba. Pudo notar cómo, en la primera fila, un
par de personas ahogaban un grito, mientras que otros comenzaban a cuchichear.
-¡Pero si es…!
¡Es…!
Sin embargo,
la historia estaba TAN emocionante que… bueno… los cotilleos podían esperar.
“…un cruel
amor me derrotará. Pero mi muerte causará mal a otro, para que aprenda a no
enorgullecerse con mi desgracia. Compartiendo la enfermedad que me aqueja,
aprenderá a ser comedido.”
Fulvio todavía
no se creía que hubiese sido capaz de llegar a tanto. Sus compañeros la miraban
con estupefacción. Cuando finalizó la escena, el silencio reinaba de forma
espectral. Ella aún miraba fijamente al público, a pesar de que no podía verlo.
Sostenía la mirada a la altura de su cabeza, agitada y convulsa, con la
venganza incrustada en los ojos.
Cuando
finalizó la escena, Claudia salió por la puerta de la derecha.
***
Moría. Era
consciente de ello mientras moría. Sentía la soga deslizarse alrededor de su
cuello. Sabía que no moriría, que aún le quedaba mucho por vivir, pero en esos
momentos sentía cómo moría.
La escena de
la muerte de Fedra no tenía lugar de cara al público, pero, aun así, Claudia
sentía que moría. Sentía una mano fría rozándole la luna, el maquillaje
deshaciéndose en su cara a causa del sudor que corría desde su frente.
“Nodriza: ¡Ay,
ay! ¡Acudid en ayuda todos los que estáis cerca de palacio! Se ha ahorcado
nuestra señora, la esposa de Teseo.”
-¡Oh, no!
¡Finalmente lo ha hecho!- se podía oír entre el público, donde varias personas
ya se habían echado a llorar. Otras gritaban, en tanto que las más “valientes”
sacudían la cabeza con resignación.
“Corifeo: ¡Ay,
ay, todo ha terminado! La reina ya no existe, unida está a un lazo suspendido.
Nodriza: ¿No
os apresuráis? ¿Nadie va a traer una espada de doble filo, con la cual podremos
cortar el nudo de su cuello?”
***
Varios súbditos
condujeron el cadáver de Fedra, tumbado sobre una camilla, hasta el escenario.
Allí la esperaban Teseo, su marido, e Hipólito, su hijastro, su gran amor. Fue
depositada sobre una mesa alargada y sencilla que había dispuesta en segundo
término. El gran Teseo comenzó a recitar:
“… Ella está
muerta. ¿Crees que eso te va a salvar?...”
Celio miraba
fijamente a Julio, que le devolvía la mirada impasible. A sólo unos pocos
metros de allí, las mujeres lloraban cual plañideras, los niños se tapaban los
ojos, los padres de Claudia se sentían desmayar y Lucio sonreía orgulloso. Sea
cual fuera el resultado, a todos les embargaban a la vez mil y una sensaciones
distintas y especiales. Y mientras tanto, el cadáver de Fedra permanecía
inmóvil, como es natural, sobre la camilla.
***
Por Venus, que
todo aquello estaba sucediendo sin que nadie lo pudiese evitar. Era un poder
sobrenatural, una fuerza superior que los manejaba a su antojo sin poderla
detener. Sabían que era falso, que era puro teatro, pero no podían dejar de
sentirlo como si fuera real. Nunca había tenido lugar en la ciudad un
espectáculo semejante y, casi con seguridad, nunca volvería a repetirse. El día
de hoy pasaría, con toda probabilidad, a los archivos y anales de la historia
de Baelo. El día en que la hija del general Claudio transformó a todos los
asistentes al teatro con su sola presencia en el escenario. Y la función no
había acabado.
Dos amigos de
Hipólito condujeron su maltrecho cuerpo, herido de gravedad, hasta donde se
encontraba su padre.
“Teseo: ¡Ay de mí, corazón piadoso y bueno!
Hipólito: ¡Adiós, adiós una vez más, padre mío!
Teseo: ¡No me abandones, hijo, haz un esfuerzo!
Hipólito: Mis
esfuerzos han terminado: estoy muerto, padre. Cúbreme el rostro lo más rápido
que puedas con un manto.”
Cuando
Hipólito expiró, la función se dio por finalizada y los telones subieron. Tras
unos instantes de desconcierto general, en los que todos los presentes
permanecieron mudos, los aplausos arreciaron. Los actores, sin embargo, se
mantuvieron unos momentos más congelados en la posición final mientras el ruido
que se producía al entrechocar las palmas penetraba en sus oídos deleitándolos.
Los aplausos se hicieron cada vez más fuertes y comenzaron a escucharse también
silbidos de aprobación y vítores. Si, en ese preciso instante, alguien se
hubiera aproximado al escenario, se habría percatado de que el cadáver de Fedra
sonreía. Porque lo había conseguido.