jueves, 9 de abril de 2020

CLAUDIA - Capítulo X


Nota: te advierto que en el texto que estás a punto de leer hay errores tanto de estilo como ortotipográficos. Si quieres saber por qué, te recomiendo leer la entrada «Nota de la autora (la más difícil que he escrito nunca)». Si no te apetece, te la resumo: este texto está sin editar. Como una canción sin arreglos o una película que aún no ha pasado por posproducción. Escribí esta historia a los diecisiete años, y aunque podría corregirla ahora, he preferido no hacerlo para conservar su esencia. Si fueses pintor, ¿retocarías aquel dibujo que hiciste con cinco años, y que tu madre colgó en la puerta de la nevera? Probablemente no, porque ese dibujo es lo que te ha llevado hasta donde estás ahora. Fue el inicio de tu carrera, y es un recuerdo que quieres conservar. Lo mismo me ocurre a mí con Claudia, a pesar del pudor tan ENORME que me produce enseñártela así como está, en bruto.

Otra nota: la imagen que acompaña a esta entrada no es mía (ya me gustaría a mí tener semejante talento). Pertenece a Eduardo Barragán. Si no lo conoces, tiene un blog superinteresante, que te recomiendo visitar, en el que recrea con todo lujo de detalles la huella romana en el sur de la península ibérica, incluyendo Baelo Claudia. 

Y ahora sí, por fin, aquí está el capítulo de esta semana. Recuerda que cada jueves podrás leer una nueva entrega en este blog. ¡Espero que te guste! ;-)


CAPÍTULO X



La caída del telón indicó, poco después, que la función iba a comenzar. Se hizo el silencio más absoluto en las gradas y, en las últimas filas, los vendedores decidieron retirarse discretamente con sus productos sobre las bandejas. En el cielo, las nubes se habían teñido de un color púrpura que señalaba la proximidad de la noche. En pocos minutos, todo quedaría cubierto de una densa capa de oscuridad.

Tras el frons scaenae, Fulvio, el hombre imperturbable, daba las últimas órdenes a los miembros de su compañía. Ciertamente había realizado una gran obra con aquel montaje. Todo, hasta el más mínimo detalle, había sido cuidado al máximo bajo su supervisión. El vestuario, el maquillaje, las máscaras, los escasos útiles que debían añadirse al decorado, la dicción… Durante días había permanecido encerrado en su taller, preocupándose de que todo estuviera listo a tiempo y ahora que por fin había llegado el gran momento, el cansancio no le permitía disfrutar todo lo que hubiese querido de la puesta en escena. Aunque, por otro lado, esto también tenía su lado bueno, ya que así se ahorraba unos cuantos nervios. Veía a su alrededor a todas aquellas personas que le habían ayudado a salir adelante, los actores incondicionales que no se habían acobardado ante el cambio de fecha del estreno, los amigos amantes del arte y la cultura, como él, que siempre se hallaban dispuestos a ofrecerle su ayuda y que, en aquella ocasión, por supuesto, tampoco habían querido faltar; los esclavos sumisos (entre ellos Drusila) que le acompañaban en cada nueva aventura que emprendía… Y hablando de Drusila, podía verla ahora conversando con Claudia, justo detrás de una de las columnas del frons scaenae. Claudia…

Había sido un auténtico golpe de suerte contar con aquella niña, y una delicia trabajar a su lado, verla progresar día a día, pulirla poco a poco, así como poder observar su permanente alegría, su compañerismo, puntualidad y pulcritud en el trabajo. Finalmente, había llegado la hora de enseñarla al público, de mostrarle al mundo lo que era capaz de hacer cuando se subía a un escenario, aunque nadie llegase a saber nunca que el actor elegido por Fulvio para interpretar a Fedra en las fiestas de Carmenta era en realidad una mujer, y no una mujer cualquiera, sino nada más y nada menos que la hija del general Claudio. Le extrañó la espesa capaz de maquillaje que cubría su cara, dado que saldría a escena con máscara, pero el agotamiento mental que sentía no le dejó pararse a pensar en cuál era el fin.

Claudia, apoyada sobre la misma columna y con el corazón palpitándole a una velocidad poco usual, contaba los segundos que faltaban para que el coro se posicionase en el escenario. Hacía un momento que Drusila se había aproximado a ella para darle ánimos y desearle buena suerte. ¡Pobre amiga! No sabía nada de lo que iba a ocurrir y seguramente se enfadaría mucho al enterarse de su marcha, pero ya no importaría nada porque no volvería a hablar con ella nunca más. ¡Cuánto la iba a echar de menos! Aunque en los últimos tiempos la había aislado un poco de su vida debido a sus múltiples ocupaciones (y secretos que le era obligado guardar), ya comenzaba a echar de menos sus encuentros matinales y sus charlas sobre las aspiraciones que ambas tenían en la vida.

Pero bueno, había que seguir adelante, y ése no era el mejor momento para ponerse a reflexionar. Los integrantes del coro ya se encontraban en sus puestos, el público en silencio, sus compañeros preparados y… (respira…, respira…) ¡YA! Se colocó la máscara y se empujó a sí misma hacia el escenario, y todos los sentimientos que la habían invadido instantes antes se agolparon en su pecho cuando vio que sus pies tocaban ya la madera del suelo. Levantó la vista y no vio nada. ¡Sabía que estaban allí, que la miraban, que las gradas se hallaban a rebosar, pero ella no los veía! Eso la ayudó a continuar hacia delante y… (respira…, respira…)

“Fedra: ¿Qué es eso que los hombres llaman amor?
Nodriza: Algo agradable y doloroso al mismo tiempo…”

***

¿Qué era? ¿Había algo en el aire? ¿Sería el repentino cambio en las temperaturas? Por alguna extraña razón que nadie acertaba a comprender, cada vez que aquel chico abría la boca para pronunciar una palabra, el público enmudecía más aún. ¿Quién era el chiquillo y de dónde lo había sacado Fulvio? ¡Bah! Seguramente era eso: el clima, que hacía ver las cosas distintas a como eran en realidad. Pero entonces, ¿por qué sólo ocurría cuando hablaba el chico, cuando hablaba Fedra? ¿Por qué conseguía que, sin decir nada del todo importante, a todos se les pusiese la piel de gallina? ¿Por qué?

Se sentían transportados en el ambiente, como si una fuerza tirara incesante de ellos y los transportara a un lugar desconocido, a un palacio… Sí, eso es. A un palacio donde estaban teniendo lugar las mayores atrocidades. Un palacio en una isla de Creta. ¡Por Apolo! ¿Qué estaba ocurriendo? ¿Qué era aquello? ¡Qué sensaciones! La gente se mordía las uñas, apretaba los puños e, incluso, llegaba a cerrar los ojos en determinados momentos.

***

“Corifeo: ¿Vas a cometer algún mal irremediable?
Fedra: Morir; ya pensaré de qué modo.”

En ese momento, alguien entre el público gritó:

-¡No! ¡No lo hagas!

Claudia, desde el escenario, se giró levemente y pudo ver a algunos de los ocupantes de la primera fila con sus ojos aterrados clavados en ella. ¡Lo estaba haciendo! ¡Vaya! Aquello estaba resultando aún mejor de lo que habría podido esperar. No quería salirse del personaje pero, por dentro, a duras penas podía reprimir la risa. En algún lugar de las gradas, Lucio sonreía con ella. Ya había dispuesto todo lo necesario para la partida. Esa noche, Claudia saldría del teatro con él y huirían para no regresar jamás. Continuó:

“Corifeo: ¡No digas eso!
Fedra: Y tú, aconséjame bien. Daré satisfacción a Cipris, que me consume, abandonando hoy la vida:…”

Claudia creyó que ya había llegado el momento adecuado, así que, poco a poco, fue alejando de su rostro la máscara que lo ocultaba. Pudo notar cómo, en la primera fila, un par de personas ahogaban un grito, mientras que otros comenzaban a cuchichear.

-¡Pero si es…! ¡Es…!

Sin embargo, la historia estaba TAN emocionante que… bueno… los cotilleos podían esperar.

“…un cruel amor me derrotará. Pero mi muerte causará mal a otro, para que aprenda a no enorgullecerse con mi desgracia. Compartiendo la enfermedad que me aqueja, aprenderá a ser comedido.”

Fulvio todavía no se creía que hubiese sido capaz de llegar a tanto. Sus compañeros la miraban con estupefacción. Cuando finalizó la escena, el silencio reinaba de forma espectral. Ella aún miraba fijamente al público, a pesar de que no podía verlo. Sostenía la mirada a la altura de su cabeza, agitada y convulsa, con la venganza incrustada en los ojos.

Cuando finalizó la escena, Claudia salió por la puerta de la derecha.

***

Moría. Era consciente de ello mientras moría. Sentía la soga deslizarse alrededor de su cuello. Sabía que no moriría, que aún le quedaba mucho por vivir, pero en esos momentos sentía cómo moría.

La escena de la muerte de Fedra no tenía lugar de cara al público, pero, aun así, Claudia sentía que moría. Sentía una mano fría rozándole la luna, el maquillaje deshaciéndose en su cara a causa del sudor que corría desde su frente.

“Nodriza: ¡Ay, ay! ¡Acudid en ayuda todos los que estáis cerca de palacio! Se ha ahorcado nuestra señora, la esposa de Teseo.”

-¡Oh, no! ¡Finalmente lo ha hecho!- se podía oír entre el público, donde varias personas ya se habían echado a llorar. Otras gritaban, en tanto que las más “valientes” sacudían la cabeza con resignación.

“Corifeo: ¡Ay, ay, todo ha terminado! La reina ya no existe, unida está a un lazo suspendido.
Nodriza: ¿No os apresuráis? ¿Nadie va a traer una espada de doble filo, con la cual podremos cortar el nudo de su cuello?”

***

Varios súbditos condujeron el cadáver de Fedra, tumbado sobre una camilla, hasta el escenario. Allí la esperaban Teseo, su marido, e Hipólito, su hijastro, su gran amor. Fue depositada sobre una mesa alargada y sencilla que había dispuesta en segundo término. El gran Teseo comenzó a recitar:

“… Ella está muerta. ¿Crees que eso te va a salvar?...”

Celio miraba fijamente a Julio, que le devolvía la mirada impasible. A sólo unos pocos metros de allí, las mujeres lloraban cual plañideras, los niños se tapaban los ojos, los padres de Claudia se sentían desmayar y Lucio sonreía orgulloso. Sea cual fuera el resultado, a todos les embargaban a la vez mil y una sensaciones distintas y especiales. Y mientras tanto, el cadáver de Fedra permanecía inmóvil, como es natural, sobre la camilla.

***

Por Venus, que todo aquello estaba sucediendo sin que nadie lo pudiese evitar. Era un poder sobrenatural, una fuerza superior que los manejaba a su antojo sin poderla detener. Sabían que era falso, que era puro teatro, pero no podían dejar de sentirlo como si fuera real. Nunca había tenido lugar en la ciudad un espectáculo semejante y, casi con seguridad, nunca volvería a repetirse. El día de hoy pasaría, con toda probabilidad, a los archivos y anales de la historia de Baelo. El día en que la hija del general Claudio transformó a todos los asistentes al teatro con su sola presencia en el escenario. Y la función no había acabado.

Dos amigos de Hipólito condujeron su maltrecho cuerpo, herido de gravedad, hasta donde se encontraba su padre.

“Teseo: ¡Ay de mí, corazón piadoso y bueno!
Hipólito: ¡Adiós, adiós una vez más, padre mío!
Teseo: ¡No me abandones, hijo, haz un esfuerzo!
Hipólito: Mis esfuerzos han terminado: estoy muerto, padre. Cúbreme el rostro lo más rápido que puedas con un manto.”

Cuando Hipólito expiró, la función se dio por finalizada y los telones subieron. Tras unos instantes de desconcierto general, en los que todos los presentes permanecieron mudos, los aplausos arreciaron. Los actores, sin embargo, se mantuvieron unos momentos más congelados en la posición final mientras el ruido que se producía al entrechocar las palmas penetraba en sus oídos deleitándolos. Los aplausos se hicieron cada vez más fuertes y comenzaron a escucharse también silbidos de aprobación y vítores. Si, en ese preciso instante, alguien se hubiera aproximado al escenario, se habría percatado de que el cadáver de Fedra sonreía. Porque lo había conseguido.