sábado, 18 de abril de 2009

Cosas que quedaron de aquel tiempo

Tengo un recuerdo muy nítido.
Un miércoles por la noche, en Valladolid, hace más de cuatro años. Me dolía la garganta, muchísimo, y había pasado todo el día fuera de casa, cargada de cosas que hacer. A las diez salí de la Alianza Francesa y me derrumbé en la cocina. Ni siquiera sé lo que hice durante el trayecto desde Poniente hasta Vicente Escudero. Es probable que hablara por teléfono con mis padres, que saludara a mi novio en el bar donde curraba, que me cruzara con alguien por el camino y charláramos y que el hedor a basura acumulada de mi piso compartido me hiciera poner cara de asco, pero no me acuerdo de ninguna de esas cosas, porque mis anginas estaban tan inflamadas que la fiebre no me dejaba pensar, ni ver.
El recuerdo nítido es el siguiente: llegué a la apestosa y sucísima cocina y cogí una ensalada en lata del Dia, de ésas que traen hasta un tenedor de plástico que sirve para cualquier cosa menos para pinchar. La abrí y la volqué en un plato. Probablemente tuviera que fregarlo antes, porque los platos limpios en aquella casa nunca abundaban. Recuerdo que tenía maíz, atún, guisantes, y ya no sé qué más. El vinagre y el aceite se extendieron por la superficie como el suero de un yogur. Llevaba sin probar bocado desde las tres de la tarde, pero lo único que quería era tomarme el antibiótico, ése que ahora ya no puedo tomar porque mi cuerpo se rebela en su contra, y meterme en la cama.
Tragué con dificultad el primer bocado frío de ensalada del Dia. No era una delicatesen, pero a esas horas y en esas condiciones no estaba dispuesta a sacar la sartén. Estaba sola en casa, en esa cocina fea y bajo el pitido incesante del fluorescente en el techo. La mesa era muy estrecha, y la silla muy incómoda, pero lo único que quería era tomarme el antibiótico y meterme en la cama. Y olvidar que al día siguiente tendría que volver a levantarme y volver a soportar la pesadilla de ir a esas malditas clases, con esa maldita gente y aguantar a esos malditos profesores. Quería antibiótico, pero me hubiera inyectado barbitúricos en vena para no tener que enfrentarme a las seis horas de Expresión Gestual e Interpretación que me esperaban al día siguiente.
La ensalada fue entrando poco a poco, aunque la garganta raspaba con el vinagre y tenía que cerrar los ojos al tragar. Cuando iba por la mitad, llegaron mis compañeras de piso. Reían. Se gastaban bromas. Cotilleaban. Los ojos les brillaban de fascinación por un mundo que sólo ellas conocían.
No me dijeron hola. No me preguntaron si me encontraba bien. No entraron a verme a la cocina. Se llevaron su carrusel de hormonas y risas al salón, para continuar la fiesta, sin su aburrida y deprimida vecina.
Y recuerdo que me entraron náuseas. Me dio asco la ensalada, y quise tirarla, pero mi madre siempre hacía que me sintiera culpable cuando deseaba tirar la comida, así que los remordimientos pudieron más que la repugnancia y la dejé donde estaba. La miré un rato, sin saber qué hacer.
Quería tomarme el antibiótico y meterme en la cama, pero no podía salir de la cocina sin tropezarme con las otras. Y lo que menos quería en ese momento era tropezarme con las otras. Enfrentarme a su festival de alegría y desenfreno con mi cara de infelicidad y fracaso. Así que me quedé en la cocina. Esperé y esperé y esperé, con la frente en llamas y las anginas como puños, mientras el fluorescente seguía chirriando encima de mí.
Miraba la ensalada con ojos fijos. No sé cuánto tiempo estuve así.
Entonces me dije a mí misma: cómetela. Tienes que comértela. Aunque no te entre. Aunque la acabes potando en la papelera porque la fiebre no la tolera. Tienes que comértela. Aunque sea por hacer algo mientras esperas a que se vayan otra vez y puedas salir de la cocina. Tienes que tratar de cuidarte, aunque sea para que tu cuerpo sobreviva cuando tu alma se haya extinguido por completo.
Un mes después de eso, mi alma reventó.
Hice las maletas, despegué las fotos de la pared, vacié la taquilla de la Escuela y dejé todo atrás.
Cuatro años después, sólo puedo dar gracias por tomar esa decisión. Con lo que me costaste, capulla, y sólo me has traído cosas buenas desde entonces…

1 comentario:

Alassë dijo...

Por ti, por esa decisión, me alegro de que tu alma reventara.


^_~