Dicen las letras árabes (que, a fin de cuentas, vienen a ser como las nuestras, sólo que con otro orden y otro espíritu...) que el destino es maktub, es decir, que "está escrito", y que no importa cuánto hagamos para escapar de él, porque siempre acabará por alcanzarnos.
Maktub es una palabra que me fascina, me persigue y me condena desde la primera vez que tuve contacto con ella. Es mi juguete fetiche, mi compañera en todos los grandes momentos de mi vida, los buenos y los malos. Y, desde mi punto de vista, que esté implícito en ella el verbo "escribir" no puede deberse a una simple casualidad.
Mi destino se selló el día que nací, y no importa cuanto ardid haya tratado de poner en práctica desde entonces para esquivarlo. Mi destino era llevar la literatura marcada a fuego en la piel, y aquí estoy, veintiocho años después, odiándola y amándola como el primer día. Llevándome por delante cualquier atisbo de cordura que me permita alejarme de ella. Sometiéndome a su voluntad con la sórdida abnegación de un ajusticiado, como si absolutamente nada más en el mundo valiese la pena. Como si nada más allá de estos dedos que teclean temblorosos valiese la pena. Estaba escrito, no sé si en las estrellas, en la imponente presencia de las sagradas escrituras o en el pestilente y banal residuo de los posos del café, pero estaba escrito. Y a mí siempre me ha gustado demasiado leer como para pasar eso por alto.
Hoy es un día para pedir perdón a todas aquellas personas que me han conocido alguna vez. Perdón. Porque lo único que habéis conocido de mí es una carcasa vacía e inservible. Mi alma, la auténtica, tendréis que rastrearla en cada uno de mis escritos. Perdón por si alguna vez no os he dado todo lo que esperabais de mí. Porque hasta los más inocentes habéis caído en este juego tremendo en el que el mundo dicta y yo transcribo, sin tener en cuenta vuestros sentimientos, vuestras ilusiones, vuestras necesidades. Perdón por utilizaros de la manera más vil. Porque usar y desechar cuanto he aprendido de vosotros, disponerlo a merced de las letras, ha resultado extremadamente fácil y apasionante.
Hoy es un día para pedir perdón, pero también para dar las gracias, y ésas van con nombre y apellidos. Gracias a mis padres, por inducirme en este estado hipnótico de amor a la literatura y apoyarme incondicionalmente para que no salga de él. Gracias a mi pareja, por esa obstinada terquedad y esos golpes de aliento que parecen salir aún más a flote cuando invito a jugar a la palabra "abandono". Gracias a mi mejor amiga, porque sin ella en mi vida, la mayoría de mis personajes -me incluyo entre ellos- no tendrían la mitad del carisma y el arrojo que tienen. Gracias a la gente que me conoce y me lee y me anima y me motiva, y gracias a quienes no me conocen y lo hacen también. Aunque no sea más que una carcasa vacía e inservible. ¿Qué puedo decir al respecto? El destino es maktub, y yo sólo soy una kaatiba* por su culpa.
Los occidentales, que somos mucho menos de poesía y más de cine que los árabes, solemos ampararnos en una cita de película: "La vida no se mide por las veces que respiras, sino por los momentos que te dejan sin aliento". Pues bien, después de todo lo expuesto, creo que estoy en condiciones de afirmar que, en mi caso, la vida se mide por las palabras que se acumulan en la hoja en blanco y, en este sentido, me gusta pensar que la mía aún está empezando.
*Escritora.
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