












Para celebrar que este blog cuenta ya (increíble, pero cierto) con más de doce mil visitas, y que el plazo para votar sobre Alfileres... ya ha terminado (¡gracias a todos por vuestras benevolentes puntuaciones! Un año ya, cómo pasa el tiempo...), he decidido que no hay mejor forma de demostraros mi gratitud que haciendo gala de eso que algunos dicen que se me da bien y que, a pesar de no estar tan convencida, me ha traído hasta el punto en el que me hallo: escribiendo.
No había nada hermoso en los números, nada estético en esas diez grafías sosas y simplonas con una patética y asombrosamente limitada cantidad de combinaciones.



No puedo respirar.
No puedo.
A mis pulmones les hace falta oxígeno, pero hasta ellos sólo llegan partículas de dióxido de carbono contadas por millones.
No puedo bombear.
No puedo.
Por mi sangre corren letras puras, pero la tinta está cada vez más contaminada.
No puedo digerir.
No puedo.
Mastico cada palabra espolvoreada sobre el papel, pero los ascendentes me raspan el paladar y los descendentes se me atragantan a la altura del esófago.
No puedo sinaptar.
No puedo.
Las ideas cobran vida, desencadenan el chispazo, atraviesan la membrana… pero el potencial de acción pierde fuerza y se estrella contra las paredes del núcleo. Nunca llega al axón.
No puedo caminar.
No puedo.
El movimiento mecánico de mis pies sobre el suelo traza un surco sin belleza. Las baldosas ya no son pizarra en blanco, ni rollo de papiro, ni mural sin colorear. Las baldosas hace mucho que dejaron de ser tablero de estrategias, campo de batalla, altar de sacrificio. Las baldosas son baldosas, y nada más.
No puedo escribir.
No puedo.
Porque no hay hermosura alguna en la pila de papeles que se acumula sobre mi escritorio. No hay nada atractivo en las páginas y más páginas de números y fórmulas que mancillan la celulosa. No hay demonios, ni aventuras, ni besos, ni malicia; no hay mimos ni ternura. No hay sexo bajo la luna, ni lunas sobre los tejados, ni tejados bajo el azul. No hay sensación. No hay seducción.
Sólo existe una máquina que asume conocimientos sin deglutir. Los mismos que caducarán en cuanto pasen los exámenes.
Sólo soy un análisis de la covarianza de significación irrisoria. Aquel experimento de los años 70 que tal vez entonces tuviera algo de razón.
Lo único que queda de mí es un volumen corpuscular medio superior a treinta millones. Sólo dióxido de carbono.
Soy como una planta a medianoche, en mitad de la oscuridad. No doy vida. No la recibo. Muero. Y muero matando.
Me ahogo.


A lo largo de mi vida, mi relación con el deporte ha sido más que escasa: ha sido prácticamente nula. Mi única experiencia como atleta se remonta a los pocos (y tortuosos) años como gimnasta de rítmica en los que aullaba de dolor más de lo que reía o hablaba. Fue tan corta esa experiencia, que cuando quedó atrás sólo pude echarla de menos durante una breve lapso de tiempo. Nunca lo vi como un momento decisivo en mi carrera y, por esa y por muchas otras razones, nunca imaginé que acabaría de pie en una grada, con lágrimas en los ojos, aplaudiendo a un jugador de balonmano que, a los 28 años, ha decidido pasar página y dejar atrás la resina, los entrenos, los viajes cada quince días, las pesas, las carreras, los masajes del fisio y las risas en el vestuario.




