lunes, 19 de enero de 2015

Lugares en los que la debes

Hay una expresión que, a pesar de no ser muy común, siempre me ha fascinado. La fórmula en cuestión es "deberla en un lugar", y vendría a significar que, al igual que aquella fábula del jardinero persa que parte hacia Isfahan huyendo de la Muerte, nadie puede escapar de su destino fatal, y que, si está de los hados que alguien pierda la vida en un punto del mapa, la va a perder ahí, y no en otro lugar. Antes o después, pero ahí. «La debía ahí», dicen siempre en mi familia, asturiana y supersticiosa hasta el final, cuando alguna persona conocida fallece repentinamente lejos de su hogar. Nunca he sabido de dónde viene tal expresión; ni siquiera sé si es de conocimiento público o uno de esos dichos que nos inventamos los asturianos aun sin intentarlo. 

Sea como fuere, el caso es que me fascina desde siempre, aunque yo prefiero arrebatarle ese cariz macabro y llevármela a mi terreno, que es, al fin y al cabo, lo que termino por hacer siempre con las palabras que me gustan. Para mí, deberla en un lugar -la vida, se sobreentiende-, no es soltarla de golpe, como quien deja caer una moneda y no se agacha a recogerla. Deberla en un lugar es ir dejando jirones del alma en lugares que tiran de ti para que no te vayas. Que te desgarran poco a poco y te estrujan el cuello hasta robarte el aliento para que cuentes su historia. Deberla en un lugar es perder la vida, sí, pero de un modo dulce, lento, entregado.

Los sitios, como ya escribí una vez cuando hablaba de París, no piensan. Pero palpitan. Y de vez en cuando -muy de vez en cuando-, pones el pie en alguno cuyo corazón, sin saber muy bien por qué, late al mismo compás que el tuyo. Y entonces es cuando la quedas debiendo, y nada ni nadie podrá devolvértela hasta que saldes tu deuda. 

En una ocasión, cuando tenía diecisiete años, la dejé a deber en un antigua ciudad romana. Era una mañana de verano; había olas del mar, depósitos de salazón, un teatro precioso y unas cuantas columnas desportilladas. Yo tenía diecisiete años y no entendí bien qué fue lo que me pasó. Era muy joven, jamás había sentido algo así, y fui incapaz de ponerle nombre a aquello que tiró de mí. Hoy, sé que Baelo Claudia fue el primer lugar donde la debí, y no logré saldar mi deuda hasta que escribí "Claudia" casi un año después. Desde entonces, me ha pasado algunas veces más, incluso sin visitar los lugares, y he aprendido a identificar las sensaciones y a anticiparme a ellas. 

Son varios los lectores que se han interesado en estos años por los motivos que me empujan a elegir un escenario por encima de otro. «¿En qué lugar transcurrirá tu próxima novela? ¿Lo has escogido ya?», son preguntas habituales en mi día a día. Lo que no saben es que yo no los escojo. Son los lugares los que me escogen a mí. Por eso, viajo y viajo y viajo y viajo -no todo lo que quiero, pero, al menos, sí todo lo que puedo-, en una búsqueda constante de lugares de esos que te dan tal latigazo que ya no los puedes olvidar, que te obligan a teñir tus letras con su tierra hasta conseguir que te devuelvan aquello que te pertenece.

Esos son los lugares en los que sé que la debo. Y es en uno de ellos en los que mi mente y mis teclas están ahora. 


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