El rugido de una Ducati Diavel Dark rasgó el ambiente alborozado
del Boulevard Saint Germain y resonó en las contraventanas del sexto arrondissement. A la altura de la
pequeña plaza de Henri Mondor, la cola que esperaba ante la taquilla del cine
se giró con la coordinación de una lombriz, y decenas de ojos siguieron la
estela de la motocicleta desde sus asientos en las terrazas. Junto a la boca de
metro de Odéon, mientras aguardaba la llegada del ser más impuntual a este lado
del Sistema Solar, Angélica se sobresaltó e inspeccionó la calzada.
Lo que
vio, la obligó a quitarse las gafas de sol y a abrir la boca. Por ese orden.
El
piloto tiró del manillar del freno, y mil doscientos centímetros cúbicos se detuvieron de
un envite justo delante de sus estupefactos ojos. El humo parduzco barbotó
desde el tubo de escape en una serpenteante carrera hacia el abismo, y las
bujías, montadas al aire, refulgieron con la fuerza de las llamas del Infierno.
Dos palabras de un llamativo escarlata se superponían la una a la otra sobre
una esquina del chasis.
From Hell.
Una bota tocó el
suelo, seguida de otra más. Los músculos de las piernas del motorista se
delineaban sugerentes bajo los pantalones, los mismos que, a la altura de las
caderas, no dejaban lugar a la imaginación. Angélica tragó saliva; su mirada continuó
en ascenso. Como si de una montañista se tratase, el oxígeno fue desapareciendo
de sus pulmones a medida que subían sus ojos.
Con la
agilidad de una gacela, el hombre se deshizo de los rígidos guantes. Al subir
los brazos para desabrocharse las correas del casco, una estrecha franja de
piel quedó al descubierto en la cintura. Piel sedosa, marcada tan sólo por la
presencia inoportuna —y
demoledora— de
una sinuosa cola de reptil en los confines del ombligo. Llegados a ese punto, Angélica
se vio forzada a tomar aire.
Una
cascada de angelicales mechones rubios hizo acto de presencia sobre los
hombros.
Asmodeus
se giró hacia ella glorioso, arrogante. Había esperado encontrarse con un
demonio huraño, malhumorado tras el encuentro interrupto de la jornada
anterior. Sin embargo, tenía ante sí a un Asmodeus dispuesto a sacar partido de
todo su poder. Consciente hasta la soberbia de la instintiva sensualidad que
destilaba su cuerpo claro y su aura oscura. Un brillo de solitaria necesidad
despuntó en sus ojos, y Angélica se mordió el labio al imaginar cuánto afecto
sería capaz de darle ella con las muñecas atadas al cabecero de la cama...
© Érika Gael
Imagen: Travis Fimmel
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