Juego a hacer carreras con el desastre por la Tercera Avenida. El desastre espejea en las aguas del río Hudson. Cuando me atrevo a mirar hacia arriba buscando un signo que me reconforte, inexorables neones resplandecen.
No, nadie se compadecerá de ti en esta ciudad donde el fracaso es sinónimo de vergüenza, y las lágrimas anacronismos, algo que ya no se lleva, ni siquiera en los cines.
Elizabeth Smart
Siempre he dicho que escribir finales felices, en mi caso, no se debe tanto a una firme convicción por el "y fueron felices para siempre", como a una terrible sensación de incompetencia. Los finales tristes son tan sublimes, tan perfectos, que considero que hay que estar hecho de otra pasta, o tener un talento especial, para darles vida sin morir uno mismo en el intento. Es por ello que leer historias de dolor y tribulaciones escritas por otras personas suele provocar en mí una envidia lacerante -cuando están bien construidas, claro-.
En Grand Central Station me senté y lloré es, precisamente, una de esas obras maestras del desgarro, y las cotas que han alcanzado mis celos durante su lectura sólo son equiparables a las que ha alcanzado mi gozo. Empezando por el título y terminando por el último renglón. O viceversa, porque poco importa aquí si empiezas por un lado o terminas por el otro. El aura de tristeza y desventura que envuelve la obra de Elizabeth Smart, publicada por vez primera en 1945, es tan pura que cada uno de sus párrafos te traspasa con la sádica funcionalidad de una jeringuilla.
Dice la gente que el perfume y el veneno vienen en frasco pequeño. Este libro es ambas cosas al mismo tiempo, y a mí no deja de maravillarme cómo, en tan pocas páginas, uno tiene el privilegio de enfrentarse, cara a cara, con una representación tan despiadada y exuberante de la belleza del drama.
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