domingo, 3 de enero de 2010

Anginas y Schubert

El otro día sufrí uno de mis puñeteros ataques de amigdalitis. Mi garganta es, desde hace algunos años, como un molesto ratoncillo de desván que afila sus dientes cada día contra las patas de algún mueble viejo, pero al que sé que no debo matar porque eso supondría la invasión de las polillas. Sin embargo, no siempre fue así. Podría decirse, incluso, que crecí como una persona realmente sana durante toda mi infancia. No fue hasta el último año de instituto, cuando el estrés y la incertidumbre comenzaron a pasarme factura, que empecé a desarrollar este coñazo patológico en el que anginas inflamadas me acosan en el sueño, en mitad de la noche, y ya no se van hasta bien entrada la semana siguiente.


El martes pasado me tocó aguantar una de esas inacabables noches de tortura en las que mis amígdalas entrechocan con la aspereza de dos serruchos y me impiden concebir el sueño hasta bien entrada la madrugada. Sin nada mejor que hacer, me puse a ordenar papeles. Cajas viejas llenas de recuerdos, apuntes de las universidades por las que pasé, antiguos escritos de horas vacías, panfletos de conciertos y exposiciones a las que nunca asistí y de lugares a los que nunca viajé. Y fue entre esos kilos y ríos de papel y tinta donde volví a tropezar con Schubert, con su serenata, su ave maría y su inacabada, y con la pequeña biografía que le recreé cuando estaba, precisamente, en ese último año de instituto, su figura me fascinaba y mi garganta, la misma que me apuñalaba el martes por la noche, comenzaba a adquirir matices de desfiladero.

Os regalo mi visión de Schubert, plasmada hace ya demasiados años como para esperar de ella corrección alguna; os regalo una de mis fantasías mejor guardadas, mi final truncado por excelencia, mi pesimismo adolescente y mi devoción por las desdichas ajenas. Y, si las queréis, os regalo mis anginas también.






Días Inacabados


Desde que puedo recordar, la música siempre ha estado presente en mi vida. Muy pronto comencé a dar muestras de mi indudable talento, y quienes me rodeaban no tardaron en hacerse ilusiones acerca de lo grande que mi persona y, sobre todo, mi legado artístico, serían algún día. Sin embargo, nunca pudieron imaginar el tiempo que para ello habría de transcurrir ni la cantidad de papel rayado que me vería obligado a gastar a la luz de una vela casi extinta.

Me emancipé a edad temprana y tuve que salir adelante como buenamente pude, con la única ayuda de unos cuantos amigos tan pobres como yo. Cuando apenas había dejado atrás la adolescencia, fui a parar a la mísera pero acogedora pensión de una caballero francés exiliado durante la Revolución. Nunca llegué a agradecerles lo suficiente, ni a él ni a mis compañeros, todo cuanto hicieron por mí en aquellos gélidos inviernos de Viena, cuando hasta sus pocas pertenencias empeñaron con el fin de conseguir más pliegos que ellos mismos, ateridos de frío, se encargaban de rayar.

Recuerdo con especial cariño los días de 1824. El bullicio de la capital había atraído a la ciudad a grandes personalidades de todo el continente, alentadas por la grandeza de la Viena Imperial fundida con los novedosos ingenios expuestos durante el Congreso. Fue en esos días cuando llegó mi gran oportunidad: el concierto auspiciado por Salieri, mi maestro, y en presencia de Ludwig Van Beethoven, mi Dios. Era aquella la noche que siempre había estado esperando… y fue aquella la noche en la que conocí a Carolina de Esterhazy.

Tan sólo seis meses después y con el ardor del éxito resonando aún en mi cabeza, el propio conde me contrató como profesor de piano para ella y para la pequeña María. Los días junto a Carolina transcurrieron fugaces y etéreos, cariñosos, soñadores y prohibidos. Días de gloria, de ansias, de esperanzas y tormentos. Días de caricias, de miradas, de musas y pentagramas. Días inacabados. Como mi sinfonía. Como nuestro amor.

Ella no fue para mí. No lo habría sido nunca. Se la llevó el barón de Liancourt, el único que podría igualar su altura de estrella resplandeciente. Y yo me di cuenta, cuando el declive llegó, que nunca sería nada más que aquel triste y solitario muchacho que se consumía poco a poco en una pensión vienesa mientras las partituras y la salud se le escapaban de las manos.


© Érika Gael

5 comentarios:

Una lectora piltrafilla dijo...

Precioso. De vedad, me dejas sin saber qué decir.

arantxau dijo...

Muy buena la biografia, me ha encantado aunque no tenga final feliz.
bsssssssssss

Nieves dijo...

Querida, querida, querida Érika:
la molestia de garganta, va a ser que no la admito, gracias de todo corazón, pero ya tengo la mía. jajaja
La biografía, estupenda. No podía ser de otro modo. Además, es uno de mis autores preferidos.

Besos fuertes

irdala dijo...

Lo tuyo por aquellos entonces no era apuntar maneras, se ve que ya eras fantástica.
Mejórate, preciosa (yo tampoco quiero tus anginas, gracias).
Me ha encantado esta entrada.
Un beso enorme,

Bego dijo...

Qué sencillo y qué bonito!