jueves, 28 de julio de 2016

Cómo conocí a vuestro tío - Parte VIII: El perro del hortelano


El episodio de las botas encharcadas es uno de los mejores recuerdos que conservo de aquella época alocada en la que vuestro tío Nino entró a formar parte de mi vida.  Y eso a pesar de que, contra todo pronóstico, fue uno de los últimos.

Chicos, que soy una mujer con algunas virtudes, pero también con un buen puñado de defectos, es algo que no os pilla por sorpresa (para eso está vuestra abuela encargándose de recordarlo siempre que se tercie). En mayo de 2007, a punto de cumplir los veintidós, yo creía que ya me conocía a mí misma lo suficiente como para saber cuáles eran todos esos defectos, pero lo cierto es que me equivocaba. Porque resultó que esa primavera descubrí que, además de rencorosa, testaruda, orgullosa, introvertida y con tendencia al melodrama, yo era el perro del hortelano.

Los ánimos a mi alrededor, para qué negarlo, estaban caldeados. Después de un mes de abril de ensueño, mayo se presentó con una bofetada de realidad: ni Nino era mi pareja ni yo podía seguir evadiendo el hecho de que ya tenía una. 

La cuerda se empezó a tensar por ambas partes hasta que, poco tiempo después, se rompió por el lado más débil. Pero no, no os vayáis a pensar que se debió a un oportuno y civilizado brote de raciocinio y magnanimidad consensuado por todos. La cuerda la rompí yo, de la peor manera posible, y lo hice por celos. Los celos más abrasadores que he sentido nunca. Los celos que vuestro tío Nino (sí, sí, ese mismo tío Nino. El que parece que no ha roto un plato en toda su vida) empezó a azuzar en mi interior de forma sibilina. Y yo, que ni como ni dejo comer, ni estoy fuera ni estoy dentro, decidí resolver la situación de la única forma saludable que se le ocurrió a mi yo de menos de veintidós años: montando un pollo del quince y despidiéndome de vuestro tío, aparentemente para siempre, justo antes de eliminarlo de mi Messenger, mi cuenta de correo y mi teléfono. Y, chicos, para la gente de mi generación, que te eliminaran del Messenger era la peor catástrofe que te podía suceder. Algo todavía más terrorífico que gastarte todo el saldo de la tarjeta prepago en una única llamada.

Llena de dolor, de rabia, de nostalgia y de un ponzoñoso anhelo por lo que pudo haber sido y ya nunca sería, seguí con mi vida, mi vida sin Nino, y así termina el relato de la primera vez que este condenado perro del hortelano hizo llorar a vuestro tío. 

lunes, 25 de julio de 2016

Cómo conocí a vuestro tío - Parte VII: Las botas encharcadas


Chicos, como ya os habréis dado cuenta, dentro de la historia de cómo conocí a vuestro tío habitan otras muchas historias. La de hoy habla de un puñado de canciones desafinadas, de unas botas llenas de agua de lluvia y de cómo vuestro tío Nino y yo oímos nuestras respectivas voces por primera vez.

Ya os he contado que vuestro tío Nino y yo intercambiamos números de teléfono apenas unos días después de conocernos en aquel foro cavernícola, pero cada uno de nosotros sentía el suficiente apego hacia su dignidad como para no ser el primero en marcar el del otro. Así que, durante el primer mes de nuestra no-relación, nos limitamos al Messenger (qué tiempos aquellos…), a los SMS (qué tiempos aquellos…) y a los correos electrónicos (qué tiempos aquellos… ¡y estos! Porque dicen los sabios que todo pasa, nada permanece… ¡excepto el e-mail!).

El problema es que uno no sabe lo que tiene hasta que lo pierde, y está claro que esa gran verdad debió de formularla alguien a quien se le colgó Internet durante más de veinticuatro horas seguidas, porque exactamente eso fue lo que le pasó a vuestro tío Nino en abril de 2007: se quedó sin conexión durante casi una semana. Y fue entonces cuando mi presunta dignidad saltó por la ventana y decidió que la nostalgia y las ganas de hablar con él eran mucho más fuertes.

Una tarde de miércoles lluviosa (como todas en Oviedo, en realidad), al bajar de la facultad, respiré hondo, conté las monedas que tintineaban en mi billetera y marqué por primera vez su número desde una cabina a dos manzanas de mi casa, con el paraguas en precario equilibrio sobre un hombro, los pies empapados, la carpeta con los apuntes de clase sujeta entre los muslos, el pelo encrespado y el móvil, que tenía la agenda abierta por la letra N, en la mano (era una kamikaze, lo sé). Porque, chicos, en la primavera de 2007, tanto vuestra tía Clara como cualquier otro ser humano racional se hubiese dejado electrocutar por un rayo antes que invertir todo el saldo de su tarjeta prepago en una única y, por aquel entonces, costosísima llamada. En aquellos tiempos remotos, por todos era sabido que los cinco euros de rigor de cada recarga debían estirarse hasta donde el dios de los SMS tuviera a bien permitirlo, y que para las llamadas ya estaban el teléfono fijo de casa (descartado cuando querías un poco de intimidad y esquivar alguna que otra pregunta inoportuna, como en este caso) y, por supuesto, las cabinas públicas.

Nino descolgó al tercer pitido mientras yo tiritaba por el frío y por los nervios, y esa fue la primera vez que escuché la voz de vuestro tío. Sin embargo, chicos… no fue la primera vez que vuestro tío Nino escuchó la mía.

Para mi absoluto bochorno, unos días antes (justo antes de que se quedara sin Internet y pudiera darme su veredicto), yo había cometido la insensatez de enviarle una maqueta grabada en el trastero de los abuelos, un cassette casero en el que vuestra tía Berta y yo destrozábamos algunos de los mayores greatest hits de la historia de la música. A aquel proyecto, por cierto, le pusimos por nombre Anplá Namber Chu (el volumen I había sido grabado el verano anterior en una tarde muy loca y muy aburrida).

Sí, chicos. Lo primero que vuestro tío Nino oyó de mis labios fue esa desafortunada versión de Clavado en un bar que todos conocéis y de cuya existencia nunca me arrepentiré lo suficiente.

¿Y sabéis qué fue lo primero que me dijo Nino, más nervioso que yo, en aquella tarde lluviosa de miércoles? ¿Sabéis lo que me dijo con esa voz suya tan peculiar (demasiado grave para alguien que habla tan bajito; demasiado aguda para alguien que mide casi dos metros y pesa más de ciento veinte kilos), y que ese día reverberó en mis tímpanos por primera vez mientras las plantas de mis pies comenzaban a nadar en el interior de mis botas? «¡Vaya! Qué voz más dulce tienes por teléfono. No me la esperaba así. Después de oír la maqueta, puedo afirmar que dices más tacos por minuto que cualquier otra persona que haya conocido nunca».

Y yo, que soy una rockera que bebe whisky y dice tacos, pero también una sentimental, olvidé que era una mujer comprometida los segundos suficientes para ponerme colorada bajo la lluvia y, finalmente, colgar con una sonrisa en los labios y las botas anegadas de agua.

Tuvieron que pasar por lo menos cuatro días hasta que las pobres botas se secaron del todo, abandonadas a su suerte bajo el radiador del cuarto de baño en la casa de los abuelos. Pero mereció la pena. Porque incluso hoy, más de nueve años después, vuestro tío Nino siempre se acuerda de ellas cada vez que vamos juntos a Oviedo y paseamos de la mano por delante de aquella cabina telefónica. 

jueves, 21 de julio de 2016

Cómo conocí a vuestro tío - Parte VI: Mujer que no tendré

Chicos, tengo que reconocer que, antes que vuestro tío Nino, ya se había cruzado en mi camino otro canario que me había robado el corazón. No, no os asustéis. Ese canario se llama Pedro Guerra, y una de sus canciones, Mujer que no tendré, se convirtió casi en un himno en aquellas noches de primavera en las que, salvando la distancia física, la hora menos en las islas, el sueño y, sobre todo, el hecho de que, os recuerdo, yo no era una mujer soltera, vuestro tío Nino y yo nos dedicamos a conocernos, a descubrirnos, a tantearnos el uno al otro hasta la madrugada entre las letras parpadeantes de un par de pantallas separadas por más de dos mil kilómetros.

En aquellas noches de primavera se mezclaron las bromas con las confidencias, las confidencias con los sueños, los sueños con los planes locos y los planes locos con los recuerdos que apenas estábamos empezando a construir entre los dos. Como el de la ocasión en que vuestro tío Nino bautizó una estrella con mi nombre. O como la vez en que casi se rompió el hombro durante un partido y lo primero que hizo, en lugar de ir a la enfermería, fue escribirme un mensaje con la mano izquierda solo para decirme que había jugado genial gracias a mí. O como aquella vez en que medio en broma, medio en serio se marcó un «Ted Mosby» y me dijo que me quería. «Solo como amiga», se apresuró a aclarar, pero los dos sabemos, y así me lo confesaría mucho después, que él no me ha querido solo como amiga nunca en su vida. A la mujer cuyos besos, como dice la canción, estaban más lejos de sus labios que el desierto del Sahara, el mercado de Estambul y la noche en Katmandú. A la novia de otro.

Chicos, aunque viéndonos ahora resulte difícil de digerir, debo admitir que durante mucho tiempo, años incluso, la relación entre vuestro tío Nino y yo fue una relación desigual. Una relación en la que solo uno de los dos estaba enamorado del otro de forma incondicional y sin esperar nada a cambio, aferrado a un imposible. Y ese alguien, chicos, no era yo. 



lunes, 18 de julio de 2016

Cómo conocí a vuestro tío - Parte V: La rubia


Chicos, creo que puedo hacerme una idea de la imagen que tenéis de vuestro tío Nino. Ese friki  tierno y apocado, de ojos limpios y sonrisa sincera, que viste camisetas de superhéroes, grande como un armario de tres puertas, exjugador de balonmano, casi sin pelo (sé que cuando lea esto último emitirá un grito ultrajado), que termina con las existencias de paté de cabracho cada Navidad, que soporta estoicamente todas las bromas que le gastamos sí, que le gastamos a costa de su fobia a las aceitunas, y en el que vuestros padres buscan asesoramiento cada vez que un microchip desata el pánico en algún cacharrito de alta tecnología.

Sin embargo, la primera imagen que yo tuve de vuestro tío Nino fue muy distinta. Chicos, la primera imagen que yo tuve de vuestro tío Nino fue la de una porno-star rubia. Un avatar erótico-festivo con una mujer bien entrada en silicona y con ganas de marcha que miraba a cámara con intenciones bastante evidentes. Y yo, que no me corto un pelo y que siempre he sentido cierta aversión por las porno-stars, y más en concreto por las rubias que me disculpen las que se puedan sentir ofendidas por ello, a pesar de que no habíamos cruzado ni media palabra, me dirigí directamente a él en medio de una conversación caótica de más de treinta usuarios solo para decirle: «Oye, tú, podías quitar a la rubia, ¿no?». 

Fue como activar una palanca. Ya sabéis que a las cuerdas vocales del tío Nino les cuesta arrancar al principio, pero que en cuanto se animan hay que pedirles que se relajen un poco, y eso mismo fue lo que ocurrió aquella noche. Vuestro tío empezó a teclear y a teclear y a teclear. Y eliminó el avatar de la rubia para sustituirlo por un logo precioso de un perenquén canario (fue mi primer perenquén canario). Y yo aluciné. Y él siguió hablando, como si le hubieran dado cuerda. Y después de chatear sin descanso a través del foro durante una semana entera (una semana en la que me negué a mí misma en repetidas ocasiones que lo de bajar casi corriendo de la facultad se debiese a mis ganas irrefrenables de volver a hablar con él; una semana en la que me sorprendí más de una vez con una sonrisa tonta en los labios cada vez que aquel perenquén aparecía como «conectado»), una noche se lanzó y me envió un mensaje privado con su dirección de correo electrónico y su número de teléfono.

Y ahí comenzó todo, chicos.

¡Ah, por cierto! Tiempo después vuestro tío Nino me confesaría que en el momento en que le pedí que quitara a la rubia supo que yo era la mujer de su vida. 

viernes, 15 de julio de 2016

Cómo conocí a vuestro tío - Parte IV: La caravana de mujeres


¿Que por qué a la metadona la llamo la metadona? La explicación es muy sencilla. Chicos, una de las cosas que vuestra tía Clara aprendió en la vida real antes de que algún profesor avispado se lo confirmara en las aulas de la facultad es que las adicciones y las relaciones de amor tóxicas siguen patrones sorprendentemente similares. Todas vienen precedidas de una fase de enamoramiento desenfrenado que nos marca para siempre. Hasta tal punto que lo que hacemos después, aunque suponga dejarnos el pellejo en el intento, no es más que tratar de resucitar esos efímeros momentos de euforia una y otra vez, una y otra vez… Después del enamoramiento, llega el «yo controlo». El «a nosotros eso nunca nos va a pasar». El «haría lo que fuera por ti». El «me muero si me deja; me muero de verdad». Después de eso, solo quedan los escombros, la ruina, la desolación.

En la primavera de 2007, yo estaba en plena fase de luna de miel con mi metadona. El problema es que ya había pasado antes por eso, así que sabía lo que vendría después. Y llegó, claro que llegó. Pero no adelantemos acontecimientos…

En la primavera de 2007, como os decía, yo estaba en plena fase de luna de miel con mi metadona particular, mientras mi corazón aún se retorcía de dolor por el daño que mi felicidad había horadado sin remedio en el chico de la camiseta azul… Por suerte, en los peores momentos de mi vida siempre he tenido la fortuna de estar rodeada de los mejores, y en aquella ocasión no iba a ser diferente. ¿Os acordáis de vuestras tías postizas, las zorras? Por supuesto, ellas no podían faltar.

Una noche en la que el drama ya había obtenido suficiente protagonismo y, por lo tanto, las cosas ya solo tenían dos opciones: salirse de madre o salirse de madre, a vuestra tía Zoe se le ocurrió una idea. Vosotros no las conocéis tanto como yo, pero creedme cuando os digo que si a una de vuestras tías se le ocurre alguna idea, la Vía Láctea en pleno debería echarse a temblar. Ese día en concreto vuestra tía Zoe estaba especialmente iluminada, así que ya podéis ir agarrándoos al escay rojo: íbamos a hacer una caravana de mujeres online. Sí, sí, habéis oído bien. Una caravana de mujeres online. Pero no una caravana de mujeres con sus carromatos, sus instancias y sus normas estrictas de cortesía. Pensándolo bien, de hecho, entre nuestra supuesta caravana de mujeres y un saqueo vikingo no hubo ninguna diferencia. Sin embargo, a todas nos pareció la mejor ocurrencia tenida jamás por cerebro humano, así que allá fuimos.

«¿Y cómo se hace una caravana de mujeres online?», diréis vosotros. Pues muy fácil: se acuerda un día y una hora para estar todas conectadas, algo que no resultaba difícil en aquella época en que las cinco vivíamos con los ojos inyectados en sangre delante de la pantalla. A continuación, se busca un foro de participación casi exclusivamente masculina y se entra en él como un elefante en una cacharrería. La lías parda una madrugada entera y… te sientas a esperar los resultados de la cosecha.

El foro elegido en nuestro caso era una de esas cavernas (nada que ver con la de Platón) donde, a grandes rasgos, se habla de videojuegos y de tías macizas. De series de televisión y de tías macizas. De informática y, por supuesto, de tías macizas.

¿Que si funcionó? ¡Claro que funcionó! No una, ni dos, sino tres parejas salieron de semejante experimento, y… ¡Eh, Rosi! ¡Vuelve aquí, que ahora empieza lo interesante!

Ya podéis imaginaros la que se armó entre lo más granado de los integrantes de aquel foro… Unos nos querían echar a patadas porque estábamos invadiendo su territorio, aunque terminaron por asumirlo pasado el shock inicial; otros fueron incapaces de articular palabra (ni siquiera una vez pasado el shock inicial). Y, por último, los que no sufrieron ni shock inicial ni leches, aprovecharon la coyuntura para empezar a descolgar anzuelos a ver si en el río revuelto caía algo de provecho. 

Y entre todos esos tíos raros, frikis, solitarios y alucinados, detrás de un nickname que no mucho después acabaría por resultarme tan familiar como mi propio nombre, en medio de todo ese follón, en la primavera de 2007, cuando yo creía estar en plena segunda luna de miel con la metadona y mi corazón aún dolía por el chico de la camiseta azul, y cuando tú, Marco, estabas a punto de nacer, apareció vuestro tío Nino. 

miércoles, 13 de julio de 2016

Cómo conocí a vuestro tío - Parte III: El chico de la camiseta azul


Chicos, toda ruptura traumática, además de seguida de un período de duelo y de imprecaciones, siempre va acompañada, de forma ineludible, de lágrimas. Y las lágrimas se secan con un clínex, a ser posible en forma de buen chico, comprensivo y generoso. Mi clínex fue el chico de la camiseta azul.

Aunque hoy no me sienta orgullosa de que nuestra relación quedara reducida a unos cuantos restos de celulosa empapada, sé que tuvo que pasar y no me arrepiento. Porque el chico de la camiseta azul me enseñó muchas cosas, como cuánto puede sanar una sola mirada a una persona abatida por los golpes, lo racionales que pueden parecer algunas locuras cuando dos personas padecen los mismos síntomas o lo fácil que resulta que las cosas marchen bien en una relación sin que nadie tenga que hacer cada día un esfuerzo titánico para que no se vaya por el desagüe.

El chico de la camiseta azul me enseñó todo eso, pero también me enseñó la lección más grotesca que aprendí en mi juventud: que los seres humanos somos naturalmente gilipollas antes de cumplir los veinticinco. ¿Os acordáis de la metadona? Volvió. Y yo me pregunté qué tal sería inyectarme de nuevo solo unos mililitros más. Y el chico de la camiseta azul sufrió. Y empecé a recibir ramos de flores y paquetes de regalo con orígenes distintos, y mensajes en el móvil a las cinco de la mañana. Y la celulosa se empapó más y más. Y me vi a mí misma en la tesitura de tener que elegir entre lo malo conocido y lo bueno por conocer, cuando, en el fondo, todos sabíamos que la decisión estaba tomada desde que la metadona se había presentado de nuevo ante mi puerta. Y, al final, como no podía ser de otra manera tratándose de mí, el malo ganó al final. El chico de la camiseta azul se esfumó. Y mi cerebro cortocircuitó.

Pero justo antes de que yo cortocircuitara, justo antes de que el chico de la camiseta azul se desvaneciera y justo antes de que la metadona ganara la batalla, cuando todavía me hallaba en pleno dilema moral conmigo misma, sucedió algo. Una de vuestras tías (hablan tanto y tan rápido que ahora mismo ya no sé cuál de ellas fue), compadeciéndose de mí, quiso echarme un cable. O una maldición gitana. O una premonición, no lo sé, porque sus palabras textuales fueron: «Menudo panorama. Solo falta que aparezca un tercero y termine de volverte loca».

Llamadla bruja, porque, contra todo pronóstico, tan solo unos días después el tercero llegó. Y, por un capricho inexplicable del destino, ese es el hombre con el que me voy a casar mañana. 

lunes, 11 de julio de 2016

Cómo conocí a vuestro tío - Parte II: Las zorras


Chicos, que toda ruptura sentimental debe ir seguida de un período de duelo y de imprecaciones es algo incuestionable. En el año 2005, a vuestra tía Clara, que por aquel entonces había regresado a su ciudad natal, a las noches en una habitación con pósters infantiles, a estudiar una carrera que se coló en su vida de improviso y a empezar de cero, la dejaron el día de Navidad, por teléfono y en presencia de toda su familia.  Creo que entenderéis, por lo tanto, que ese período de duelo y de imprecaciones resultó especialmente complicado. Si a eso le sumamos que siempre he tenido una tendencia natural para el drama, podéis haceros una idea de lo que supusieron en casa de los abuelos las semanas que sucedieron a aquel 25 de diciembre.

Casi un mes después, cuando el cuatrimestre en la universidad estaba a punto de tocar a su fin y los exámenes se presentaron sin avisar (no nos engañemos: por mucho que uno se prometa estudiar desde el primer día de curso, los exámenes, no sé cómo se las apañan, siempre acaban presentándose sin avisar…), me dejé guiar como una autómata hacia ellos, tratando de emplear mi tiempo y mis pensamientos en algo mucho más provechoso que mi particular Sturm und Drang. No es fácil ganarle el pulso al intelecto cuando tus fuerzas están tan mermadas, pero siempre he tenido la suerte (o la desgracia, qué sé yo) de aprobar todos mis exámenes, incluso de sacar mejores notas, en época de crisis. Motivo quizá por el que, de puertas para afuera, la gente siempre ha pensado que soy más fuerte de lo que admito ser o, en su defecto, que las crisis me afectan menos.

Pero a lo que íbamos, que me pongo a hablar y siempre termino dándome una vueltecita por los cerros de Úbeda. Como os decía, chicos, casi un mes después de aquel fatídico día de Navidad que nunca olvidaré, mi alma seguía en stand-by. Iba a la facultad, charlaba con mis compañeros, me distraía observando a mi alrededor el estrés previo a los parciales, pero cuando regresaba a casa, todo volvía al mismo punto en el que lo había dejado antes de salir: el abismo. Y el abismo era tan grande y tan oscuro que había días en los que ni toda mi precaria fuerza de voluntad era capaz de arrastrarme fuera de la cama. Como aquel día de enero de 2006.

Era un viernes, lo recuerdo bien. Pertrechada con esa horrible bata de topos rosas que ha pasado de generación en generación y que estáis acostumbrados a ver en la casa de los abuelos, me apoltroné en el sofá desde primera hora de la mañana con los apuntes de Psicología Social en el regazo, como un ensayado mecanismo de defensa que me permitiera engañarme a mí misma y hacerme creer que, a pesar de todo, estaba estudiando, cuando lo único que mi cabeza tenía intención de repasar a lo largo de aquella jornada eran los momentos que ya nunca volverían, los errores cometidos, las posibles escapatorias a aquella pesadilla. Necesitaba un OFF en medio de tanto ON, así que, en un episodio de lucidez, hice lo que cualquier persona en pleno desuso de sus facultades mentales haría: engancharse a Internet como una yonqui.  

Chicos, en aquellos tiempos, Internet no era lo que conocéis hoy en día. No había smartphones, ni Whatsapp, ni iPad, ni Facebook. Hasta donde yo sé, ni siquiera había Youtube, y sí, eso ya son palabras mayores. Internet era un aparatito negro junto al teclado que chirriaba como el demonio cuando lo activabas, un monitor de color blanco que ocupaba toda la superficie del escritorio y una factura mensual que obligaba a andar con pies de plomo. Pero me enganché igual, y, al hacerlo, Google me ofreció, paradójicamente, justo lo que yo quería: desconectar. Por azares del destino, además, apenas unas semanas después el milagro llegó a casa de los abuelos en forma de tarifa plana, y eso, en mi caso, supuso un avance solo comparable a la invención de la rueda o la de las aceitunas rellenas de ajo. 

Y entre todas las páginas que visité, entre toda la información que indagué, entre toda la desconexión que recibí, caí en un foro. Y en aquel foro fue donde encontré a vuestra tía Belinda, a vuestra tía Carola, a vuestra tía Gisela y a vuestra tía Zoe. Cuatro personas que están tan presentes en mi vida a día de hoy que me cuesta asumir que durante un tiempo solo fueron un nickname parpadeante en la pantalla. Y a pesar de que cada una procedía de un punto cardinal diferente, vuestras tías se convirtieron, aunque suene ridículo, en mi mejor compañía invisible. Y durante meses, muchos meses, compartimos canciones y reímos y lloramos y aprendimos a celebrar cumpleaños vía Messenger y a emborracharnos cibernéticamente y a retransmitir a través de fotos y de una webcam pixelada toda nuestra vida. Y nos acostumbramos a los pantallazos azules, al «no os leo, zorras, ¿alguien me lee?», al «se me petó el Messenger, zorras. Que alguien me agregue a la conversación de nuevo, porfa», al «joder, son las 6 de la madrugada. Me levanto en dos horas y todavía no quiero irme a la cama» y, sobre todo, al «os quiero, zorras».

Y, aun sin saberlo, serían precisamente ellas las encargadas de conducirme hasta vuestro tío Nino. Pero todavía falta más de un año para eso…

jueves, 7 de julio de 2016

Cómo conocí a vuestro tío - Parte I: El Big Bang


Chicos, hace un rato os conté que conocí a vuestro tío Nino en la primavera de 2007, pero que esta historia no comenzaba ahí. A veces, cuando a mi memoria le da por recordar, trato de buscar ese sutil disparo del destino en el que todo el engranaje comenzó a funcionar para que dos cuerpos separados por una distancia de más de dos mil kilómetros tropezaran por casualidad. En mi cabeza hay fechas, números, momentos, pero resulta casi imposible detectar cuál fue la pieza exacta que dio comienzo a ese rompecabezas cósmico en el que ambos, aun sin saberlo, nos esforzamos por tratar de encajar durante años.

Tengo que reconocer que una parte de mí, esa parte metódica y racional de la que nunca lograré desprenderme del todo, cree a pies juntillas que a todo efecto debe corresponderle un fogonazo previo, un detonante exacto susceptible de ser acotado y medido. Un Big Bang.

En ocasiones pienso que mi Big Bang fue la Navidad de 2005. O tal vez no. Quizá mi Big Bang fue la explosión turbulenta que tuvo lugar en septiembre de 2003. O a lo mejor, si remontamos un poco más la corriente del tiempo, es posible hallar algún otro marcador temporal, como aquel invierno de 1999, en el que tú, Alma, aún no habías venido al mundo, y en el que vuestros abuelos se enteraron de que yo, vuestra tía Clara, quería ser actriz. Porque fue ese descubrimiento, ese apremiante deseo adolescente que durante años carcomió mis vísceras de forma sutil, el único culpable de que yo, con dieciocho años recién cumplidos y el corazón roto tras un primer desengaño, hiciese las maletas durante la explosión turbulenta que tuvo lugar en septiembre de 2003 y me plantase en otra ciudad, cargada con tanta inocencia que no quedaba espacio para el miedo entre las cajas de aquella primera mudanza.

En esa otra ciudad, que dejó de serme ajena muy pronto, crecí, grité, reí, lloré, sentí, sufrí, viví todo lo que se puede vivir, me volví a enamorar como una demente, o como una imbécil, o puede que como las dos cosas, y volvieron a romperme el corazón más veces de las que caben en setecientos treinta días. Dos años después, con mi sueño hecho pedazos y, esta vez sí, con un montón de cajas y de maletas repletas de dolor y de angustia, volví a casa cansada de malvivir de esperanzas vanas, de mendigar las migajas de un amor que ya nunca sería lo que una vez había sido, enganchada a la metadona de un teléfono que solo sonaba cuando los astros se alineaban, perdiéndome a retazos por el camino de mi pasado, mi presente y mi futuro, hasta que el día de Navidad de 2005 todo saltó por los aires.

A pesar de todo, no fue el the end definitivo. Nadie es capaz de dejar la metadona de un día para otro, eso es algo que aprendí a costa de inyectarme lágrimas en vena. Sin embargo, entre los lodos de aquel estruendoso Big Bang había comenzado a gestarse el germen, casi invisible todavía, de eso por lo que mañana, delante de un juez de paz, de vosotros cuatro y de todos los que quieran acompañarme, estoy dispuesta a firmar: el amor de vuestro tío Nino. 

lunes, 4 de julio de 2016

Cómo conocí a vuestro tío - Introducción


Interior de sala de estar. Última hora de la tarde. Cuatro niños se agolpan en un sofá de escay rojo. La mayor, Alma, ronda los dieciséis, tiene ojos vivarachos y actitud callada. Le siguen dos niños, Enzo y Marco, de doce y nueve años, que se revuelven como polvorillas y que gritan de asco cada vez que menciono la palabra «amor». La más pequeña, Rosi, que acaba de cumplir los seis, y a la que le gustan los vestidos de princesa y raparse el pelo a partes iguales, finge prestar atención a lo que digo, aunque, en el fondo, no se está enterando de mucho. 

Chicos, en la primavera de 2007, cuando tú, Marco, estabas a punto de nacer, vuestra tía Clara conoció a vuestro tío Nino.  

Pues vaya cosa, diréis vosotros. ¿Y para hablarnos de algo tan simple y tan aburrido como el destino nos has hecho sentarnos aquí en lugar de dejarnos lanzar los cojines por los aires y dar volteretas sobre el escay rojo? Ya sé que eso es lo que os gustaría estar haciendo. Sobre todo hoy, que en esta casa todo el mundo parece estar unos decibelios más histérico de lo habitual. No os preocupéis, chicos. Están nerviosos por la boda. Se les pasará. Mientras tanto, si me lo permitís, voy a interrumpir un rato vuestros juegos, porque me apetece mucho contaros cómo conocí a vuestro tío. 

Estoy segura de que a estas alturas ya habréis tenido ocasión de escuchar la historia de Internet, la de la caravana de mujeres y la de cierto partido de balonmano. Pero ¿cuál es la auténtica?, os preguntaréis. Pues lamento deciros que todas, chicos. Todas son genuinas. Y ninguna de ellas, ninguna de las pequeñas historias que forman parte de esa otra historia grande y maravillosa, una historia que en realidad no empieza (ni termina) en 2007, son simples o aburridas. Porque todas esas pequeñas historias son las que nos han traído a vuestro tío Nino y a mí misma en volandas hasta aquí, hasta la noche antes de nuestra boda. 

Tal vez el hecho de que dos personas se conozcan no tenga ninguna ciencia, lo sé, pero no fue así en nuestro caso. Porque vuestro tío Nino y yo no nos conocimos, chicos. Vuestro tío Nino y yo confluimos. Y esta es la única y verdadera historia de cómo lo hicimos.