jueves, 3 de julio de 2014

Cosas que aprendo de los malos libros


Tenía pendiente escribir esta entrada desde hace casi dos meses, pero, por unas cosas o por otras, siempre se acababa quedando en el tintero. No suelo utilizar el blog para publicar críticas literarias, al menos no desde hace mucho tiempo, y esto se debe a dos razones de peso para mí: la primera, que desde que estoy del otro lado de la barrera y sé lo mucho que pueden llegar a doler, escribir la crítica de un libro no me parece un acto que se pueda tomar a la ligera. La segunda, y justamente la que, en cierto modo, voy a contradecir hoy, es que, en el 90% de los casos, el hecho de que le otorguemos más o menos nota a un libro se debe a un criterio por completo subjetivo; es decir, el primer filtro es el de nuestro gusto. Si un libro nos gusta, ya vamos a partir de la base de que lo valoraremos con otros ojos, independientemente de que esté mejor o peor narrado, de que la trama sea consistente o no, o de que los personajes resulten cercanos o no. 

Sin embargo, de vez en cuando aparecen libros que, mal que nos pese, son impepinablemente malos. Ya no se trata de una cuestión de gustos, sino de calidad. Y, en estos casos, la calidad es tan baja que salta a la vista y es capaz de pasar por encima de nuestra subjetividad y de eclipsar todo lo demás. El último de estos con el que tuve la mala pata de encontrarme fue un libro -no diré cual, por respeto a la primera razón que argumentaba antes- de una autora alemana, a medio camino entre la novela histórica, la romántica y la de aventuras, y que, al final, no acaba siendo ni una cosa ni la otra ni la de más allá. Y no es que no me haya gustado -cosa que no hace ni falta que diga-, es que directamente es un mal libro, y yo me permito el lujo de llamarlo así después de haberlo padecido durante un número indecente de páginas que, para lo que vienen a contar, está claro que podrían haber sido muchísimas menos. De hecho, tal vez así sus defectos hubiesen resultado menos bochornosos.

Pero no quiero que os dejéis engañar por el tono de este artículo, que yo sé que cuando me caliento me pierden las teclas... Es cierto que, como lectora, estoy profundamente cabreada. Los malos libros producen ese efecto en mí, qué le voy a hacer... No obstante, como autora, aunque también me enfada, intento buscar siempre el lado positivo de la experiencia. En otras palabras, los malos libros me sirven para aprender de los errores de los demás, y, en este sentido, puedo decir que de este mal libro en cuestión he aprendido muchas cosas.
  • Los malos libros me enseñan hasta qué punto una mala elección de los tiempos del relato pueden llegar a hacer daño a una historia que, de otro modo, hubiese podido incluso parecer ágil y bien hilvanada.
  • Los malos libros, en su inmensa sabiduría, me demuestran cómo unos personajes que pretenden ser complejos y que no pasan de burdas caricaturas pueden llegar a distanciar al lector de la obra que tiene delante de sus ojos.
  • Los malos libros me enseñan, siempre que tengo la desdicha de que uno de ellos caiga en mis manos, que los anacronismos sociales, el lenguaje incongruente, los actos inverosímiles y las incoherencias varias, pueden convertir su lectura en casi un acto de fe. 
  • Los malos libros son la prueba manifiesta de que las labores de documentación, por tediosas, complicadas y cargantes que se presenten, SIRVEN PARA ALGO. 
  • Los malos libros me ayudan a reafirmarme en mi teoría de que, sin importar cuántas páginas emborrone la tinta para tratar de rebatirlo, los argumentos a medio cocer siempre serán argumentos a medio cocer.
Dicho todo esto, me voy a tratar de poner en práctica todas las valiosas lecciones que he aprendido y a cruzar los dedos para que transcurra mucho tiempo antes de volver a tener un mal libro en mi estantería. 

1 comentario:

N1kkyt4 dijo...

jajajaja muy bueno este post :D