miércoles, 15 de enero de 2014

París


Aunque no sea muy adecuado hacer apología de uno mismo, hay un texto en este blog que me apetece enormemente recuperar. Un texto que escribí hace ya tiempo -tanto, que a veces me resulta imposible pensar que salió de mi pluma-, y cuyas líneas son el dardo más certero para lo que hoy, en esta mañana de nubes en la que inicio las presentaciones oficiales de Noche de Tentación, pretendo expresar. 

Esto es lo que escribí aquel lejano 3 de junio del año 2010:

Hay trozos de mi corazón desperdigados por múltiples rincones del mundo, pero, si alguna vez visitáis París, no encontraréis ninguno. Porque París nunca tendría el valor de conformarse con unas migajas; se lo llevó entero.


Son sitios, me dice la razón. Los sitios no piensan, no se emocionan. Los pilares que sostienen el puente de Sully no saben que un río con nombre de mujer discurre entre ellos. La rectilínea escalinata del Musée d´Orsay no conoce el universo de pinceladas airadas al que se dirige. El Moulin de la Galette no tiene idea de por qué se llama así, ni qué cielo dejaron de rasgar hace décadas sus resquebrajadas aspas. La Salpêtrière no escucha ningún grito fantasmal reverberando entre las piedras de sus muros. ¿Qué culpa tiene la Biblioteca Nacional de inundarse cuando no debe por culpa de un río con nombre de mujer?


Son sitios. No piensan, los sitios. No se emocionan.


La musa que aún llora la muerte de Chopin no puede hacer nada por nuestros recónditos deseos. Absolutamente nada. Los andenes de la gare no despiden al TGV cuando dice adiós rumbo a un destino indefinido. El glamour de Pigalle es de hojalata; las prostitutas del Bois de Boulogne no llevan zapatitos de cristal, sino más bien botas de charol violadas por el barro de los lagos. Ni siquiera hay un bonito palacio real con arabescos, esculturas alegóricas y balaustradas de bronce en el centro de París. Tan sólo un basto edificio gris con severos chapiteles donde conservar la cuchilla que decapitará al próximo que se atreva a insinuar que París es una ciudad apta para princesas.


Son sitios, pero a mí me hacen pensar, reír, llorar sin remedio, anhelar, temblar de hielo y de fuego, esperar, suspirar y desesperar; enfadar, soñar, gritar, correr, besar, buscar, bromear, admirar, decir, vibrar, consentir, suplicar, gemir, odiar. Vivir.


Mi alma vuelve a la ciudad a la que pertenece, ésa de la que nunca llegó a marcharse del todo. Regreso a la ciudad que no me vio nacer, ni me vio crecer, ni, probablemente, me verá morir, pero que siempre me verá sonreír, sentir y amar.

Éste es el París que adoro. El que tira de mí con la fuerza de un campo magnético. El París que queda tras los souvenirs de la Torre Eiffel y las fotografías casposas en la pirámide del Louvre; el que he convertido, por obra y gracia de la palabra escrita, en el patio de recreo de dos seres que no son de este mundo. 

Éste es el París que, con peor o mejor suerte, he tratado de plasmar, y el París que, con mejor o peor suerte, descubriréis entre las páginas de mi nueva novela.

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