lunes, 18 de enero de 2010

Bailando para Degas


Nunca seré capaz de explicar a Edgar por qué necesitaba marcharme, de decirle que me quitó tantas cosas que ya no puedo volver a ser aquella chica del cuadro que no dejaba de preguntarse si aquel sería el día en que él la dejaría.


Sé que es una putada lo que os hago. Sé que cuando leáis (si es que leéis) este maravilloso libro y lleguéis a la última línea y comprobéis que coincide con la que yo transcribo arriba, vais a querer asesinarme de forma lenta y tortuosa. Sé que es de muy mal gusto por mi parte hacer algo que juré nunca hacer, es decir, destripar el final de un libro en una crítica de una manera tan obvia y rastrera.


Pero es que tenía que soltarlo. Además, el final de Bailando para Degas es fácil de intuir desde la primera página, así que espero que eso os valga para perdonarme.


¿Y cómo iba a ser si no en el mundo del arte? ¿Acaso puede haber finales felices para personajes obsesivos, egoístas, inconscientes, manipuladores y volubles?


No.


Pero no por ello los finales tristes duelen menos. Sobre todo, cuando ya has vivido el fin de un sueño y cuando, como Alexandrie, has tenido tu propio minuto de gloria en el que lo único que has deseado es que alguien te lanzara el cable que te sacara de toda esa escoria.


La novela no es que esté bien escrita. Es que es un fantástico montaje de ballet, de principio a fin. Y no sólo por el hecho de que la autora optase por dividir la trama en actos y los actos en escenas, sino porque cada una de esas escenas o capítulos te hacen vivir un clímax maravilloso o terrible en el que casi puedes oír el Pas de deux de Tchaikovsky o La muerte del cisne.


No se puede negar que los pensamientos de desesperación que genera en una mujer el amor no correspondido, o, mejor dicho, el amor que se empeña en no corresponder, son fuente inagotable de identificación y emoción. Pero hay algo casi morboso, casi cruel, en el hecho de que el lector imagine a la protagonista enlazando una pirueta tras otra sobre el escenario, mientras sus brazos se curvan hasta la punta del dedo corazón y su rodilla se estira y se flexiona cíclicamente, a la vez que esa serie de imágenes de abandono y desamor se suceden en el interior de su cabeza.


No hay histrionismo en esta historia. No hay desesperación, desgarro ni momentos de tensión. La única furia es aquella con la que Degas aferra el lápiz y lo desliza sobre el papel. El resto, es la calma aparente que vive bajo cada pincelada no meditada de un retrato impresionista. Un sueño que nacía, el de la pintura realista, frente a otro que tocaba a su fin, el de la danza clásica. Y un maquillaje colorista, el del óleo y el pastel, que venía a tapar las cicatrices escondidas bajo la sombra de ojos de las bailarinas de la Ópera de París.


Hay un matiz de masoquismo en los libros que leo, lo sé. Sobre todo cuando, como ocurre en la novela de Kathryn Wagner, parecen estar escritos para lectores como yo (¿París? ¿Degas? ¿Los inicios del movimiento impresionista? ¿El Ballet de la Ópera? ¿Un amor atormentado? ¿Qué más puedo pedir?). A veces tengo la sensación de que si no derramo lágrimas durante horas al terminar una novela no quedo del todo satisfecha. Pero también sé que los libros que suscitan eso en mí merecen todos y cada uno de los renglones de que se componen.




3 comentarios:

arantxau dijo...

Pues yo soy al reves que tú totalmente, me encantan los libros divertidos, pq para triste la vida. A mi un libro que acaba mal me amarga el dia, o sea que este lo evitare.
bsssssssss

Alassë dijo...

Pues yo debo ser masoquista también. Vivo buscando libros de ese tipo, en los que relees las últimas frases una, dos, tres veces... sabes que ése es el final que se merece a pesar de que parte de ti desearía que fuera de otra manera (o no), quizá por haber sentido algo parecido en algún momento de tu vida y querer compensarlo con esa última página. Tu estómago se vacía al llegar al final y terminas revuelto por dentro en un tiempo proporcional al impacto de la historia, empatizando con los protagonistas de cabo a rabo, y repasas mentalmente toda la historia. Sobre todo si está bien narrada, si ha sido un placer leerla.
Salvando las distancias porque no he leído Bailando para Degas, esas sensaciones que has descrito me recuerdan muchísimo a La Soledad de los Números Primos, de Paolo Giordano, claro que he comprobado esa historia pasa y perfora al lector de muy distintas maneras según la persona que lo lee.
Perdono esas últimas frases desveladas, en realidad han despertado mi curiosidad y así, sobre la nada, tampoco desvelan mucho -por ahora-. Tomo nota de él, sobre todo porque esto es un pseudo déjà vu en toda regla, anoche pensé en cómo sería un amor entre bailarines clásicos, toda la tensión en ese mundo (sí, lo admito, una que hizo zapping y se encontró con fama xD).

Doña María dijo...

Hija mía, el libro no sé cómo será, pero a mí tu crítica me ha encantado.