jueves, 28 de enero de 2010

El arte llama al arte



Y descubrí que hay muchas más cosas que ver en los ojos de los que están por venir que en la espalda de los que ya se han ido...


El sábado pasado tuve ocasión de asistir a un concierto especial. Y digo especial porque no todos los fines de semana se reúnen dos grandes promesas coronadas de la música española bajo el mismo techo. A uno, a Pablo, ya había tenido ocasión de escucharle en directo unas cuantas veces. El otro, Fito (Mansilla) era un completo desconocido para mí hasta esa noche y, desde ella, es una grata revelación. Los dos tienen facetas en común y rasgos propios. No voy a negar que mi estilo es más rockero, como el de Pablo Valdés, pero el tono intimista, los vibratos sencillos y las letras hirientes de Fito me obligaron a caer rendida a sus pies.


Y descubrí que hay muchas más cosas que ver en los ojos de los que están por venir que en la espalda de los que ya se han ido...


No lo puedo evitar, pero cada vez que algo toca mi alma, mi cabeza automáticamente se dispara. Me encantaría ser una de esas personas que son capaces de cerrar los ojos y escuchar música y sentir que están, simplemente, escuchando música, al igual que me encantaría poder ver una peli o leer un libro y poder decir, tan sólo, que vi una peli y leí un libro. Pero no lo soy. Hay un extraño mecanismo en mi interior por el cual el arte que penetra a través de mis sentidos y viaja hasta lo más profundo de mi corazón, inmediatamente recorre un tramo igual o más largo en dirección contraria y vuelve a instalarse en mi cerebro, donde martillea, protesta, se enfurruña, patalea, lloriquea y brama de furia hasta que creo mi propia versión de los hechos. Mi segunda parte, mi precuela, mi tráiler, mi remake.


Y descubrí que hay muchas más cosas que ver en los ojos de los que están por venir que en la espalda de los que ya se han ido...


Con una canción de Fito me ocurrió algo parecido. El tema en cuestión se titula Menos tú, pero en mi cabeza dejó esa misma noche de ser un tema y se convirtió en un sentimiento, el sentimiento se transformó en imagen, y la imagen me dio la chapa durante los más de tres minutos que dura la melodía. No paré de darle vueltas y más vueltas a las letras a medida que los acordes de la guitarra de Fito llenaban los muros empedrados de La calleja. Y de ahí salió una frase. Una única frase, cerrada en su estructura pero abierta en su contenido, que desde esa fecha se repite una y otra vez entre mis sienes. No sé si se quedará en eso, en una bonita frase que guardar entre el resto de frases bonitas que he ido acumulando a lo largo de mi vida, o si es el preámbulo de algo más. Me encantaría que así fuera. Sobre todo, porque, de esa forma, dejaría de atosigarme día y noche.


Y descubrí que hay muchas más cosas que ver en los ojos de los que están por venir que en la espalda de los que ya se han ido...


Mientras tanto, reitero que me encantaría ser como el resto de la gente... Aunque ni yo misma me lo crea.


sábado, 23 de enero de 2010

Cosas de la magia

Hay algo mágico en la forma en que tus dedos se mueven sobre mi piel cuando escuchas a Beethoven y decides desempolvar sobre mi cuerpo tus oxidadas lecciones de piano, con los ojos cerrados y la cabeza alta; también lo hay en el modo en que tus ojos oscuros brillan con picardía cuando haces un puchero y me suplicas, mordiéndote el pulgar, que te cuente esas buenas noticias que te tienen tan intrigado.

Hay magia cada vez que tus labios pronuncian mi nombre, cada vez que una lágrima amenaza con derramarse por tus párpados y cada vez que la risa se escapa de tu pecho mientras tu espalda se arquea. Hay magia en el modo en que tu nariz se desliza por mi vientre y en cada indescifrable pregunta del Trivial que aciertas con parsimonia, al igual que la hay en tus brazos rodeándome como una almohada calentita y en tus ronroneos telefónicos cuando sales a la intemperie en busca de cobertura.

Hay magia en sentir que te emocionas desde la butaca contigua del cine, en verte entrar en éxtasis con los platos que preparo y verte poner cara de asco cada vez que muerdo una aceituna. Hay magia en tu paciencia y tu entusiasmo, en tu excitación y tus enfados.

Eres una poción curativa para mí y mis inquietudes. Haces que me espabile cuando la pereza me abate o que me equilibre cuando me atacan los nervios, y todo con sólo una palabra. Hay magia en ti, y lo único que yo puedo pensar al respecto es que, si existe la reencarnación, yo debí de portarme muy bien en otra vida para encontrar en ésta a alguien como tú.


lunes, 18 de enero de 2010

Bailando para Degas


Nunca seré capaz de explicar a Edgar por qué necesitaba marcharme, de decirle que me quitó tantas cosas que ya no puedo volver a ser aquella chica del cuadro que no dejaba de preguntarse si aquel sería el día en que él la dejaría.


Sé que es una putada lo que os hago. Sé que cuando leáis (si es que leéis) este maravilloso libro y lleguéis a la última línea y comprobéis que coincide con la que yo transcribo arriba, vais a querer asesinarme de forma lenta y tortuosa. Sé que es de muy mal gusto por mi parte hacer algo que juré nunca hacer, es decir, destripar el final de un libro en una crítica de una manera tan obvia y rastrera.


Pero es que tenía que soltarlo. Además, el final de Bailando para Degas es fácil de intuir desde la primera página, así que espero que eso os valga para perdonarme.


¿Y cómo iba a ser si no en el mundo del arte? ¿Acaso puede haber finales felices para personajes obsesivos, egoístas, inconscientes, manipuladores y volubles?


No.


Pero no por ello los finales tristes duelen menos. Sobre todo, cuando ya has vivido el fin de un sueño y cuando, como Alexandrie, has tenido tu propio minuto de gloria en el que lo único que has deseado es que alguien te lanzara el cable que te sacara de toda esa escoria.


La novela no es que esté bien escrita. Es que es un fantástico montaje de ballet, de principio a fin. Y no sólo por el hecho de que la autora optase por dividir la trama en actos y los actos en escenas, sino porque cada una de esas escenas o capítulos te hacen vivir un clímax maravilloso o terrible en el que casi puedes oír el Pas de deux de Tchaikovsky o La muerte del cisne.


No se puede negar que los pensamientos de desesperación que genera en una mujer el amor no correspondido, o, mejor dicho, el amor que se empeña en no corresponder, son fuente inagotable de identificación y emoción. Pero hay algo casi morboso, casi cruel, en el hecho de que el lector imagine a la protagonista enlazando una pirueta tras otra sobre el escenario, mientras sus brazos se curvan hasta la punta del dedo corazón y su rodilla se estira y se flexiona cíclicamente, a la vez que esa serie de imágenes de abandono y desamor se suceden en el interior de su cabeza.


No hay histrionismo en esta historia. No hay desesperación, desgarro ni momentos de tensión. La única furia es aquella con la que Degas aferra el lápiz y lo desliza sobre el papel. El resto, es la calma aparente que vive bajo cada pincelada no meditada de un retrato impresionista. Un sueño que nacía, el de la pintura realista, frente a otro que tocaba a su fin, el de la danza clásica. Y un maquillaje colorista, el del óleo y el pastel, que venía a tapar las cicatrices escondidas bajo la sombra de ojos de las bailarinas de la Ópera de París.


Hay un matiz de masoquismo en los libros que leo, lo sé. Sobre todo cuando, como ocurre en la novela de Kathryn Wagner, parecen estar escritos para lectores como yo (¿París? ¿Degas? ¿Los inicios del movimiento impresionista? ¿El Ballet de la Ópera? ¿Un amor atormentado? ¿Qué más puedo pedir?). A veces tengo la sensación de que si no derramo lágrimas durante horas al terminar una novela no quedo del todo satisfecha. Pero también sé que los libros que suscitan eso en mí merecen todos y cada uno de los renglones de que se componen.




miércoles, 6 de enero de 2010

Noche de Reyes



¿Qué mejor forma de celebrar la Epifanía que con un regalo?


Para toda aquella gente que perdió la oportunidad de leerlo en el antiguo blog, ya desaparecido, aquí está, flamante e ilusionado, el primer capítulo en exclusiva de Noche de Mardi Gras.


Durante estos meses ha sido mucha la gente que me ha rogado por un trocito de esta novela (bueno, en realidad me pedían la novela entera), así que, ante la demanda, sólo puedo decir una cosa más:


Disfrutadlo. Es para vosotr@s.



domingo, 3 de enero de 2010

Anginas y Schubert

El otro día sufrí uno de mis puñeteros ataques de amigdalitis. Mi garganta es, desde hace algunos años, como un molesto ratoncillo de desván que afila sus dientes cada día contra las patas de algún mueble viejo, pero al que sé que no debo matar porque eso supondría la invasión de las polillas. Sin embargo, no siempre fue así. Podría decirse, incluso, que crecí como una persona realmente sana durante toda mi infancia. No fue hasta el último año de instituto, cuando el estrés y la incertidumbre comenzaron a pasarme factura, que empecé a desarrollar este coñazo patológico en el que anginas inflamadas me acosan en el sueño, en mitad de la noche, y ya no se van hasta bien entrada la semana siguiente.


El martes pasado me tocó aguantar una de esas inacabables noches de tortura en las que mis amígdalas entrechocan con la aspereza de dos serruchos y me impiden concebir el sueño hasta bien entrada la madrugada. Sin nada mejor que hacer, me puse a ordenar papeles. Cajas viejas llenas de recuerdos, apuntes de las universidades por las que pasé, antiguos escritos de horas vacías, panfletos de conciertos y exposiciones a las que nunca asistí y de lugares a los que nunca viajé. Y fue entre esos kilos y ríos de papel y tinta donde volví a tropezar con Schubert, con su serenata, su ave maría y su inacabada, y con la pequeña biografía que le recreé cuando estaba, precisamente, en ese último año de instituto, su figura me fascinaba y mi garganta, la misma que me apuñalaba el martes por la noche, comenzaba a adquirir matices de desfiladero.

Os regalo mi visión de Schubert, plasmada hace ya demasiados años como para esperar de ella corrección alguna; os regalo una de mis fantasías mejor guardadas, mi final truncado por excelencia, mi pesimismo adolescente y mi devoción por las desdichas ajenas. Y, si las queréis, os regalo mis anginas también.






Días Inacabados


Desde que puedo recordar, la música siempre ha estado presente en mi vida. Muy pronto comencé a dar muestras de mi indudable talento, y quienes me rodeaban no tardaron en hacerse ilusiones acerca de lo grande que mi persona y, sobre todo, mi legado artístico, serían algún día. Sin embargo, nunca pudieron imaginar el tiempo que para ello habría de transcurrir ni la cantidad de papel rayado que me vería obligado a gastar a la luz de una vela casi extinta.

Me emancipé a edad temprana y tuve que salir adelante como buenamente pude, con la única ayuda de unos cuantos amigos tan pobres como yo. Cuando apenas había dejado atrás la adolescencia, fui a parar a la mísera pero acogedora pensión de una caballero francés exiliado durante la Revolución. Nunca llegué a agradecerles lo suficiente, ni a él ni a mis compañeros, todo cuanto hicieron por mí en aquellos gélidos inviernos de Viena, cuando hasta sus pocas pertenencias empeñaron con el fin de conseguir más pliegos que ellos mismos, ateridos de frío, se encargaban de rayar.

Recuerdo con especial cariño los días de 1824. El bullicio de la capital había atraído a la ciudad a grandes personalidades de todo el continente, alentadas por la grandeza de la Viena Imperial fundida con los novedosos ingenios expuestos durante el Congreso. Fue en esos días cuando llegó mi gran oportunidad: el concierto auspiciado por Salieri, mi maestro, y en presencia de Ludwig Van Beethoven, mi Dios. Era aquella la noche que siempre había estado esperando… y fue aquella la noche en la que conocí a Carolina de Esterhazy.

Tan sólo seis meses después y con el ardor del éxito resonando aún en mi cabeza, el propio conde me contrató como profesor de piano para ella y para la pequeña María. Los días junto a Carolina transcurrieron fugaces y etéreos, cariñosos, soñadores y prohibidos. Días de gloria, de ansias, de esperanzas y tormentos. Días de caricias, de miradas, de musas y pentagramas. Días inacabados. Como mi sinfonía. Como nuestro amor.

Ella no fue para mí. No lo habría sido nunca. Se la llevó el barón de Liancourt, el único que podría igualar su altura de estrella resplandeciente. Y yo me di cuenta, cuando el declive llegó, que nunca sería nada más que aquel triste y solitario muchacho que se consumía poco a poco en una pensión vienesa mientras las partituras y la salud se le escapaban de las manos.


© Érika Gael