miércoles, 30 de septiembre de 2009

Milgram


A comienzos de los 60, el psicólogo norteamericano Stanley Milgram llevó a cabo una serie de experimentos en la Universidad de Yale con los que pretendía demostrar si la obediencia a la autoridad bastaba para lograr que alguien cometiese asesinato. Para ello, reclutó a más de 1000 sujetos a través de las páginas de un periódico, a los que citó como conejillos de indias de un estudio cuyo fin desconocían.


Cuando llegaban al laboratorio, los sujetos, de forma individual, eran trasladados a una pequeña habitación donde sólo había una silla, un panel de descargas eléctricas y un "colaborador" en la investigación que vestía bata blanca. Los cables eléctricos estaban conectados a un sujeto cómplice al otro lado de la pared.


La supuesta tarea se desarrollaba así: el experimentador leía pares de palabras que su cómplice debía memorizar y repetir correctamente. En caso de fallar, el sujeto evaluado debía proceder, bajo órdenes estrictas de su "colaborador" de bata blanca, a proporcionar una descarga eléctrica de mayor intensidad cada vez, hasta un máximo de 450 voltios. El cómplice estaba entrenado para protestar a partir de los 120 voltios, aullar de dolor y suplicar clemencia a los 180 y guardar silencio agónico (muerte fingida) a partir de los 300.


Milgram pensaba que TODOS los sujetos abandonarían la tarea a la primera, independientemente de las órdenes que se les dieran.


El 63% de los examinados llegó hasta el final.


Hace cuatro años entré en una facultad en la que, por no saber, no sabía ni dónde estaba la máquina del café. Nunca, en veinte años, me había planteado estudiar Psicología, hasta que seis meses antes mi vida cambió y cambió también el rumbo de mi vocación. El primer día de clase no entendía nada. El segundo, aún no tenía claro por qué estaba allí. El tercero, llegó Milgram.


Y entonces tuve claro que los caprichos del destino son inescrutables, y que me había elegido a mí por alguna razón.


Ahora empieza la cuenta atrás. Estoy en quinto y pronto la facultad será sólo un recuerdo. El recuerdo de cinco años de vértigo que me han convertido en lo que soy.

domingo, 20 de septiembre de 2009

Otros pasos

De nuevo mis pasos me alejan de aquí. Prometo volver limpia de erupciones volcánicas una vez más.

Primero fue Carlota la que hizo las maletas y vivió la mayor aventura de su vida durante su viaje de fin de carrera. Ahora le toca a su creadora.

Nos encontraremos de nuevo dentro de unos días, con fotos, cansancio, vivencias y un montón de anécdotas que contar. Y, ¿quién sabe? Tal vez también con alguna que otra idea reveladora en mi cabecita...

Un beso.


martes, 15 de septiembre de 2009

Fue por unas bragas


—Todo empezó por unas bragas.


—¿Unas bragas?


—Sí, te lo juro. Todo fue culpa de unas bragas.


—¿Me estás diciendo que te has vuelto una devoradora de hombres por culpa de unas bragas?


—Shhh. ¡Baja la voz! No me he vuelto una devoradora de hombres. Es sólo que… Bueno, que ahora me como más roscos que antes.


—No. Es que ahora te comes alguno, criatura. Es una diferencia sutil pero importante.


—Bueno, como tú digas. ¿Quieres oír la historia o no?


—Por supuesto.


—Pues eso. ¿Cuánto hacía que no estaba con nadie? ¿Un año? ¿Más?


—Casi dos, cariño. Casi dos laaaaargos años.


—Dos, tú lo has dicho. Y no pongas esa cara que tampoco estaba tan insoportable.


—Si tú lo dices…


—¿Sigo?


—Sigue.


—Llevaba dos años sin comerme un colín, a excepción de aquel affaire de madrugada que ni siquiera recordaba a la mañana siguiente. Por un lado no me preocupaba mucho. Todo el mundo tiene derecho a lamerse las heridas el tiempo que haga falta, ¿no? Pero por otro… Tú sabes cómo me sentía. Como si fuera un cervatillo invisible en mitad de la vía y los trenes me arrollaran sin provocarme dolor. Como si necesitara que alguien hiciera el cambio de agujas, me rescatase a hombros y me pusiese una tirita en el corazón. Y entonces aparecieron esas bragas.


—Esto se pone interesante.


—Lo es. Hacía mucho calor aquel día. Julio arremetía contra los bañistas como un siroco sin tregua y yo no estaba de ánimos para luchar contra el salitre ni los sofocos. Así que me fui al centro comercial; nada mejor que un lugar amplio, sombrío y con buen aire acondicionado para pasar la tarde. Y allí, en una tienda de saldos, encontré las bragas.


—¿Y cómo eran? Porque ya me tienes en ascuas con todo el asunto de las bragas…


—Son unas bragas de esas que en los desfiles de moda se llaman lencería fina pero que entre amigas son consideradas bragas de golfa. Estaban rebajadas, en el revoltijo del cajón de los stocks, y yo las acaricié casi sin darme cuenta. Eran tan… especiales. Me quedé embobada contemplándolas. Eran las típicas bragas que te encantaría que alguien te viera puestas para dejarlo petrificado en el sitio.


—Sí, sí, ya sé a qué bragas te refieres…


—Las sostuve entre mis manos. Eran de mi talla. De mi color. De mi tela. Eran perfectas para mí. Había visto bragas así muchas veces antes, pero siempre me había asaltado esa punzada de tristeza al tocarlas. La de pensar que él ya no me las vería puestas nunca más. O que, en las condiciones actuales, no debería estar pensando en algo tan lejano e improbable como que alguien se quedara sin habla por mis bragas. Sin embargo, esta vez fue diferente.


—No puedo con tanta intriga. ¿Por qué fue diferente? ¡Vamos, habla!


—Porque mientras acariciaba la seda transparente, por primera vez en todo este tiempo (¿dos años dijiste? ¡Wow! Dos años), no fue su imagen la que me golpeó y me dejó hecha polvo. Ni siquiera la incertidumbre de no saber si alguna vez volvería a tener la oportunidad de parecerle sexy a alguien. Tan sólo tuve el firme convencimiento de que así sería. Que la persona adecuada aparecería en el momento oportuno. Que se quedaría patidifuso al verme en ropa interior. Y, sobre todo, que ese alguien ya no sería él. Tenía todo mi futuro pasando ante mis ojos, aferrada a las bragas del cajón de los saldos, y en ese futuro yo no estaba sola, como ahora, ni tampoco con él, como antes. Estaba como quería estar. En la mejor compañía.


—Dios mío, voy a llorar…


—En ese momento, me di cuenta de que lo había superado. Y ahora… Bueno, el resto de la historia ya la sabes.


—Sí. Te convertiste en una devoradora de hombres.


—¡No! ¡No soy una devoradora de hombres! Tan sólo una mujer dispuesta a rehacer su vida. Lo ves? Fueron las bragas. Ellas me cambiaron.


—…


—¿No dices nada?


—No. Sólo pensaba.


—¿En qué?


—En que a lo mejor no fueron las bragas las que te cambiaron. A lo mejor fuiste tú la que cambió sin darse cuenta. Tu sonrisa. El brillo de tus ojos. El brío de tu pelo. Quizá fue por eso por lo que decidiste comprarte esas bragas que habías ojeado mil veces sin atreverte a más. Tú eres la distinta. No tu ropa. Es de ti de donde procede la fuerza.

jueves, 10 de septiembre de 2009

Reptiles

Primero fui la serpiente que se comió un elefante, pero todo el mundo me confundió con un sombrero. No le di mucha importancia.

Después, una retorcida culebra que se enredaba entre los cabellos de la Medusa. Creo que ahí empezó realmente lo gordo.

A continuación, me pusieron unos tacones y un poco de sombra de ojos. Ya era la víbora. Me olvidé de todo lo demás.

¿Y ahora? ¿Quién soy ahora? Tengo a mis espaldas a la serpiente, a la culebra y la víbora, pero, en cuanto a identidad, aún no tengo claro cómo definirme. Sólo sé que tengo personalidad de arte y cerebro de ciencia, cara de ángel y cuerpo de demonio, gestos de princesa y lenguaje de marinero.

¿Qué soy yo?

lunes, 7 de septiembre de 2009

Como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden




Estoy harta de tener que salir en defensa de un género (MI género) sólo por el hecho de ser feliz formando parte de él. Nadie debería nunca tener que dar tantos argumentos acerca de sus preferencias como nos vemos obligadas, casi a diario, a hacerlo nosotras, pero sirva este post para dejar constancia de mis sentimientos al respecto una vez más:




A todos aquellos que critican la novela romántica en este país, blandiendo el socorrido estandarte de la denigración y la libertad, les pregunto cómo es posible que un género denigre si lo que consigue es que las mujeres lean MÁS, que su creatividad y su imaginación se desarrollen o potencien MÁS, que se muevan MÁS.




La novela romántica no anula a las mujeres, a no ser que entendamos por anulación el devorar libros con ansiedad, el aprendizaje de las nuevas tecnologías y lo que estas pueden ofrecernos, la búsqueda de otras personas, el contacto cara a cara o vía foro, vía chats, vía Facebook, con gente con la que se comparte una afición. No entiendo cómo puede considerarse denigrante ver a las mujeres ocupar ese tiempo libre que tan escaso es al final del día y que tan merecido se lo tienen, en leer un libro, hable éste de lo que hable.




Las mujeres que leen (que leemos) romántica, buscamos información, compartimos opiniones, sopesamos críticas, creamos nuestras propias historias, nos sentimos identificadas con los sentimientos ajenos, conocemos un pedacito de la Historia, abrimos nuestra mente a nuevos mundos, nuevos universos. Hablamos, reímos, gritamos, babeamos, incluso tratamos de mejorar nuestro inglés para poder disfrutar de esas novelas que nunca llegan a las librerías españolas. Soñamos despiertas; dormimos, quizá, un poco más tranquilas. Aprovechamos las ventajas de la evasión y recuperamos fuerzas para seguir en el día a día.




Las mujeres que leemos romántica no sólo leemos. Vivimos la romántica. Y eso, sólo puede hacernos crecer, nunca denigrarnos, eclipsarnos ni ningunearnos.




Estoy harta de tener que salir en defensa del amor. Ahora, sólo quiero vivirlo.

martes, 1 de septiembre de 2009

Amar sin medida


Creo firmemente en el amor sin medida. Ése que te lleva hasta la locura, hasta el cielo, hasta el infierno. Ése, el irracional, profundo e ilógico. El que te hace volar, temblar, cantar. El que se despierta a la vez que tú pero no se duerme al mismo tiempo, sino que permanece en sueños.


El amor con mayúsculas, ése que te arrastra al abismo y no puedes parar de reír en el trayecto. El que te vuelve el idiota más inteligente del mundo. El chute que te coloca y te hace revivir a la vez, convirtiéndote en adicto por toda la eternidad.


El amor del bueno se ancla en tu pecho, presiona tus pulmones, brinca en tu estómago, palpita entre tus piernas, brilla en tus ojos, dilata tus arterias, curva tus labios y asesina tu raciocinio con alevosía y premeditación. Te sube en montaña rusa a las nubes y, cuando estás arriba, te das cuenta de que, cuando bajes, todo será exactamente igual.


Te libera y te somete, rompiendo las cadenas que constriñen tu alma y atando tus muñecas al cabecero de la cama. No te vuelve ciego, no. Te transforma en un mutante con rayos X en la retina. Tal vez no dure mucho, pero la resaca que te deja perdura para siempre, y eso es lo que importa.


Huyo de las relaciones basadas en la conveniencia, la responsabilidad, el egoísmo, la rutina, el aburrimiento, la desesperación, la colaboración, el orden, la obligación, el desequilibrio, la pereza y el conformismo. Creo firmemente en el amor sin medida. Porque existir, existe.