jueves, 12 de marzo de 2009

Reflexión tras leer LA GÁRGOLA de Andrew Davidson (Original 25-1-2009)


Que las historias de amor con finales felices me apasionaban no es nada nuevo. Que mi ansia casi maníaca por que esa felicidad no se extinga nunca es directamente proporcional a la cantidad de libros que leo y años que cumplo, sí que lo es.


Cuando era pequeña, me conformaba con el efectivo “y fueron felices para siempre”. “Para siempre” era todo lo que necesitaba saber para imaginarme una dicha absoluta durante largas vidas, pero, de repente, “para siempre” se convirtió en un concepto ambiguo. Un breve e inespecífico período de tiempo que podía apagarse con la celeridad de una cerilla. La vida se ve cada vez más corta a medida que la vives, y “para siempre” nunca es suficiente.


Debido a mi prematura y palpitante insatisfacción, opté por el mejor camino que encontré: los finales tristes. No tenía ni 16 años cuando Erik me obligó a girar la cigarra o el saltamontes, cuando su repugnante deformidad dejó manchas oscuras bajo mis ojos, y cuando su experiencia con las trampillas me mostró que es posible amar más de lo que cualquier persona cuerda puede llegar a hacer con una simple nota musical. Y todo para nada, porque Christine se largó con Raoul y ni mis lágrimas ni las de cristal tallado que pendían iridiscentes de la enorme araña en el techo de la Opèra Garnier pudieron evitarlo. Pero todos sabíamos que, en el fondo, Christine siempre amó al Fantasma.


El problema de los finales tristes es que necesitas aferrarte a un consuelo, por idiota que éste sea, para no echarte a morir cuando llegas a la última página de la historia y cierras las tapas. Aunque a veces no lo haya. Aunque Christine se case con Raoul. Aunque la carta que Amantea le envió a Víctor nunca fuera abierta. Aunque Ultimo nunca llegara a darse la vuelta en aquella gasolinera y viera que era Elizavetta la que conducía el Jaguar plateado.


Y ahora, al leer la “La gárgola”, podría decirse que he alcanzado el clímax de tristeza por libro que requería para entender que ya ni el “unidos en la muerte” funciona en mi caso. Porque a veces la muerte no une. A veces la muerte se convierte en un período fútil de setecientos años de espera. Y, a veces, esos siete siglos se hacen tan largos y agotadores, que ni siquiera la esperanza de felicidad al final del camino puede hacer que te apartes de tu objetivo final: la liberación.

Lo malo de leerte en enero el que sabes que va a ser, con total seguridad, el mejor libro del año, es que por delante sólo te aguardan once largos meses de expectativas incumplidas.
La crítica oficial, otro día. Todavía tengo que reponerme de la sobrecarga emocional que me supuso este libro.

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